Leones del Mar - La Herencia I

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La noticia llegó también al calabozo sucio y hediondo en el sótano de la gobernación.

El único alivio a aquel lugar nauseabundo era el tragaluz enrejado que se abría justo por encima de la calle. Apenas los encerraron allí, Marina se dejó caer sentada bajo el ventanuco y descansó contra el costado de Morris, dolorida y cansada. Los piratas se rasgaban las casacas para tratar de curarle los pies cuando el primer paquete envuelto en lienzo cayó desde el tragaluz. Era media hogaza de pan.

Maxó alzó la vista sorprendido, mas sólo alcanzó a ver los ruedos de una falda que se alejaban. El pirata se apresuró junto a los dos jóvenes.

—Ten, pequeña perla —dijo en voz baja.

La muchacha entreabrió los ojos, vio el pan y meneó la cabeza, intentando sonreír. —Comed vosotros. Yo no pasé hambre en estos días —respondió—. La comida que visteis pedir a Castillano era sólo para mí.

—Ése es un cuento que quiero escuchar —comentó De Neill, cortando un trozo de pan antes de pasarle lo que quedaba a los demás.

—¡Oé! ¡Una bota de vino! —susurró Oliver.

Los paquetes continuaron cayendo, con comida, agua, dulces o pequeños presentes como rosarios y baratijas con gemas de fantasía. Hasta que la guarnición del palacio del gobernador se percató de lo que sucedía. Entonces dos soldados se apostaron junto al ventanuco y no permitieron que nadie más se acercara lo suficiente para arrojar nada dentro del calabozo.

Entre los últimos objetos que cayeron a los pies de los piratas había una piedra mediana envuelta en un papel, atado con una cinta de terciopelo.

—¿Un mensaje? —murmuró Maxó sorprendido, abriéndolo—. Toma, tú que sabes leer —agregó, tendiéndoselo a Morris.

El joven se inclinó para exponer a la luz las breves líneas de letra elegante y prolija. Los demás vieron que el horror demudaba su semblante.

—¿Qué es? ¿Qué dice? —urgió De Neill.

Marina se había despertado cuando Morris se moviera, y el joven la miró angustiado.

—¡Habla ya! —exclamó Maxó.

—La iglesia quiere a la perla por bruja. Vendrán por ella mañana.

Maxó se dejó caer sentado y se agarró la cabeza con ambas manos.

—¿Quién envió el mensaje? —preguntó De Neill desconfiado.

—Dolores Mondrego —murmuró Morris, sus ojos todavía en Marina.

La muchacha parecía petrificada de puro espanto.

—¿Quién?

—La esposa cornuda del gordo de San Juan —replicó Maxó con rudeza—. Me pareció verla aquí afuera cuando nos trajeron.

—Sí, yo también la vi —asintió Morris, soltando el mensaje para abrazar a Marina.

Ella sólo atinó a ocultar el rostro contra su pecho. Morris le besó la frente, desolado, acunándola como si fuera una chiquilla.

—¡Maldito sea Laventry! —masculló Maxó, descargando un puñetazo contra la pared—. ¿Dónde demonios se ha metido? Creedme que si no ataca antes de que vengan por la perla, lo haré desear haberse hundido por el camino.

De Neill recogió el mensaje. —¿Qué más pone? —preguntó. Él tampoco sabía leer, pero le parecían demasiadas palabras para lo que Morris había dicho.

—Que intentará vernos esta noche —respondió Morris con voz opaca.

—Entonces sólo resta esperar —gruñó Oliver, dejándose caer contra la pared como los otros.

Los cinco piratas permanecieron quietos y silenciosos, perdidos en sombríos pensamientos. Superada por la situación, Marina cayó en un sopor febril y agitado.

Al ver que los soldados no permitían que le hicieran llegar nada a la Perla del Caribe, mujeres y niños dejaban flores frente a los gruesos barrotes del tragaluz. El leve perfume que llegaba al calabozo aliviaba un poco el hedor.

Al caer la noche, varios soldados se alinearon frente al calabozo y apuntaron a los prisioneros con sus mosquetes. Los piratas no les dedicaron más que una mirada indiferente antes de volver a hundirse en sus amargas cavilaciones. Otros dos soldados entraron con una olla y una cubeta de agua con un cucharón.

Los piratas no se movieron hasta que los soldados se marcharon por donde habían venido. Despertaron a Marina, que volvió a declinar la comida pero bebió hasta hartarse. Ellos la dejaron seguir dormitando. Habían comido por última vez a bordo del Espectro, cuatro noches atrás, e hicieron los honores a aquel guisado infernal como si fuera el mejor de los manjares.

Poco después oyeron voces que se acercaban al calabozo. Morris y Maxó intercambiaron una mirada. Una de las voces pertenecía sin dudas a una mujer, que se dirigía airada a un hombre, cuyas respuestas terminaban invariablemente en “sí, Vuesamerced, perdón, Vuesamerced”.

Pronto vino a detenerse ante el calabozo a una dama alta y pálida, con un vestido exquisito, seguida por dos guardias que intentaban detenerla.




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