Leones del Mar - La Herencia I

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Dolores Mondrego miró de pies a cabeza al joven oficial vestido con un traje barato, empapado y embarrado, la melena rubia colgando en mechones que aún goteaban agua, las manos caídas a ambos lados cubiertas por hilos de sangre que brotaban de sus nudillos, unos ojos azules duros como acero de Toledo clavados en ella desde el rostro pálido.

Se incorporó con un movimiento aún más elegante que su vestido.

—¿Capitán Castillano?

Él forzó una breve reverencia. —Vuesamerced —dijo con voz enronquecida.

—Preciso hablar con vos.

—Vaya fortuna la mía —gruñó él.

Le indicó que lo siguiera al saloncito vecino, vacío a esa hora. Dolores escogió una rotonda de divanes en torno a una mesa de té.

—¿Habláis francés? —preguntó en ese idioma luego de sentarse, acomodando los incontables pliegues de su vestido—. Nadie más debe saber lo que vengo a deciros.

—Entonces tal vez sea mejor que no lo digáis —replicó él, también en francés, dejándose caer en el diván de enfrente. Estiró un brazo sobre el respaldo y ladeó la cabeza, dirigiéndole una sonrisa tan amplia como falsa.

—Se trata de…

—Ya me imagino.

—Necesito vuestra ayuda para liberarla.

—¿Oh?

—Puedo hallarle refugio para que se oculte hasta que tenga oportunidad de salir de la ciudad. Mas necesito que vos…

—¿Y por qué yo?

Dolores vaciló ante el acento de Castillano, lleno de una rabia sorda que la tomó por sorpresa. —Yo… ella dijo…

Él desvió la vista.

Ella dijo —repitió, triturando cada letra entre sus dientes apretados. Se pasó una mano por el rostro para apartarse el cabello con brusquedad y luego se cubrió la boca por un momento—. ¿Por qué? —preguntó iracundo.

La española frunció el ceño, desconcertada. —No lo sé, capitán, ella sólo…

—No, no, no. Me refiero a vos. ¿Por qué queréis ayudarla? ¿Qué puede haber hecho por vos para que arriesguéis hasta la vida por ella?

Dolores sonrió de costado. —En el momento más humillante de mi vida, en vez de hacer escarnio de mí como cualquier otro hubiera hecho, me trató con respeto y me ofreció su ayuda.

Castillano se inclinó hacia adelante hasta apoyar los codos en sus rodillas. Dolores sostuvo su mirada sin pestañear. Él la estudió un momento más y asintió, bajando la vista.

—Sí, al parecer es su costumbre —gruñó.

—¿Entonces me ayudaréis?

—¿Y por qué querría echar mi vida y mi carrera por la borda, arriesgándome a que me arresten por traidor y me sentencien a muerte? ¿Por ella?

La expresión de Dolores se suavizó. —Porque al parecer sabéis que no merece ser torturada durante meses antes de ser conducida a la hoguera.

Castillano se cubrió los ojos con una mano antes de frotarse la cara de nuevo y resoplar, apoyando el mentón en su puño lastimado. Dolores aguardó sin romper el silencio, sin ofrecerle asistencia ni salida de la encarnizada batalla que se libraba en su pecho.

—En el caso muy poco probable de que accediera a ayudaros —dijo al fin, bajando la voz y mirándola de lleno a los ojos—, no tengo manera de liberarlos a todos. Quizás podría hallar la forma de llegar hasta ella cuando los curas se la lleven, y ni siquiera eso puedo asegurarlo.

Dolores asintió con gravedad. —Comprendo. Y os lo agradezco de todo corazón.

Sus palabras surtieron el efecto de una bofetada. Castillano se puso de pie con brusquedad. —Ahorraos vuestra maldita gratitud —masculló, dejando el saloncito a largos trancos.

La española lo vio marcharse sorprendida, y tardó un momento en comprender que no regresaría.

El amanecer encontró a Castillano de pie ante la ventana de su habitación, aún vistiendo el mismo traje pardo que usara por la noche. El servicio de la posada se había llevado su uniforme a la lavandería, y hasta que se lo devolvieran no tendría prendas para cambiarse. Como si le importara.

Se apartó de la ventana para volver a pasearse junto a la cama, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, el cabello suelto y desordenado.

Se detuvo frente a la mesa de noche y sus ojos se toparon con el dije que Marina le diera. La lavandera debía haberlo hallado entre sus ropas y lo había dejado allí. La perla engarzada en un delicado nido de hilos de oro.

¡Maldita fuera la Perla del Caribe! ¡Maldita por toda la eternidad!

¡Rescatarla! ¡Traicionar a su Rey, la memoria de su padre, todos sus principios e ideales, todo aquello en lo que creía! ¡Por salvar a una maldita filibustera!




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