Leones del Mar - La Herencia I

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Los prisioneros pasaron la noche lo mejor que pudieron, dormitando o hablando en susurros para no molestar a Marina. La fiebre de la muchacha había cedido un poco, mas había caído en un sopor intranquilo, agitado por pesadillas de las que le costaba despertar.

Las campanas de la catedral en el día que nacía sonaron en el calabozo como un presagio ominoso de lo que se acercaba.

Lo que no tardó en llegar.

Marina despertó completamente con el ruido de botas que se acercaban. Se volvió hacia los piratas aterrorizada. Morris le sujetó la cara entre sus manos, sus ojos llenos de lágrimas impotentes.

—Resiste, mi perla —le susurró—, pero no les des motivos de lastimarte de más. Yo iré por ti pronto. Dondequiera que estés. Yo iré por ti.

Los soldados ya estaban allí, acompañados por una monja vieja de gesto adusto, y un oficial abrió el calabozo.

—¡Morris! —exclamó la muchacha desesperada cuando dos soldados entraron para sujetarla.

—¡Marina!

Maxó y De Neill retuvieron al joven para que no intentara atacar a los españoles, observando cómo se llevaban a la muchacha tan cerca de las lágrimas como él.

—Quemaré cada maldita iglesia del Caribe hasta que la encontremos —masculló Maxó—. Y luego quemaré las restantes.

—Y yo te ayudaré, compadre —gruñó De Neill.

Morris cayó de rodillas en el calabozo, cubriéndose el rostro con las manos. Detrás de él, Oliver y Gerrit se mordían la lengua para no llorar.

Tras una breve parada para quitarle los grilletes, Marina fue llevada casi a rastras de regreso al patio de carruajes, donde la arrojaron en la caja de una carreta. Una docena de soldados se alinearon a ambos lados, mosquetes al hombro, y uno de ellos trepó al pescante con la monja. La muchacha logró incorporarse a medias para mirar alrededor. Se repitió que sólo debía sobrevivir hasta que Laventry tomara la ciudad y los suyos la rescataran. Pero, ¿y si la mataban antes? ¿Y si la sacaban de Maracaibo? ¡Tantas cosas podían salir mal! De hecho, todo había ido mal desde que se dejara capturar, y ya no se atrevía a abrigar esperanzas.

La carreta rodeó la Plaza Mayor desierta y se detuvo ante la entrada norte de la catedral. El obispo de Maracaibo aguardaba allí, con tres sacerdotes y media docena de monjas. Los soldados bajaron a Marina de la carreta de un tirón brutal que la hizo aterrizar de rodillas frente a los curas. Ella no se atrevió a moverse y permaneció allí con la cabeza gacha.

—Gracias, hijos. El Señor os bendiga —dijo el obispo, y Marina tembló al escuchar el placer malicioso en la voz del hombre—. Llevadla al patio este.

Los soldados retrocedieron y los curas se adelantaron a sujetarla. La forzaron a incorporarse y uno de ellos pasó por su cuello una correa de cuero con un nudo corredizo, al final de una vara de madera de un metro de largo. Entonces la introdujeron a la catedral por corredores laterales, sin cruzar naves ni capillas. El cura que llevaba la correa iba ante ella, y si Marina tropezaba o se retrasaba, la correa se apretaba en torno a su cuello, ahogándola.

Pronto llegaron a un patio interno. Marina intentó retroceder tan pronto salieron de la galería a cielo abierto: esa parte del patio estaba alfombrada con conchillas rotas de caracolas, que se clavaron como agujas en sus plantas lastimadas. Los curas que le sujetaban los brazos la empujaron hacia adelante.

Se vio obligada a caminar sobre aquellas aguzadas astillas hasta que el cura que venía tras ella con la vara de la correa se detuvo. El tirón fue tan brusco que Marina se llevó ambas manos a la garganta, boqueando por aire. Una monja se adelantó con otra vara, más corta y delgada, que silbó en el aire antes de pegarle en las manos para que no intentara aflojar la correa. Marina las apartó de su cuello, alzándolas como si la apuntaran con un arma.

El obispo la rodeó para detenerse frente a ella, la gruesa suela de sus sandalias triturando las conchillas.

—El dolor nos purifica, hija —dijo, con una sonrisa que pretendía ser benigna—. Y Dios Nuestro Señor sabe que tú tienes incontables pecados por purgar. —Su sonrisa se ensanchó—. Mas no temas, hija. Nuestra misión es ayudarte a encontrar la virtud y la salvación para tu alma.

Marina bajó la vista e intentó asentir.

—Os lo agradezco, vuestra Reverencia —murmuró en español.

El obispo soltó una risita aguda, desagradable. —Al menos tienes alguna noción de respeto. Una lección que no necesitaremos impartir ahora mismo al parecer.

Retrocedió e hizo un gesto hacia un lado. Marina vio que las monjas la rodeaban. Las mujeres parecían ramas resecas, y sus ojillos hostiles sólo reflejaban desprecio. Todas a una comenzaron a rasgar las ropas de Marina.

—¡No! —gimió, tratando de cubrirse como mejor podía.

—Es pecado que la mujer se vista como hombre, hija —dijo el obispo con su tono benévolo.

Las monjas retrocedieron, dejándola desnuda ante él y los otros curas. Marina mantuvo un brazo contra su pecho y su otra mano entre los muslos, temblando, luchando por contener las lágrimas de vergüenza.




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