Leones del Mar - La Herencia I

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Maxó caminaba por el calabozo como una fiera enjaulada, mascullando maldiciones y jurando venganzas que se hacían más retorcidas y sanguinarias con el paso de las horas. Oliver y Gerrit habían recogido la piedra del mensaje de Dolores y la frotaban contra la base de uno de los barrotes del tragaluz, con la exigua esperanza de socavar la argamasa que lo sostenía y poder sacarlo. Después que se llevaran a Marina, Morris se había sentado en el rincón más oscuro, la cabeza entre las manos, y no había vuelto a moverse. Sentado cerca de él, De Neill se entretenía recogiendo hebras de paja sucia del suelo y quebrándolas entre sus dedos hasta convertirlas en polvo, una tras otra.

El día transcurrió en un infierno de lentitud y silencio para los piratas, que se negaban a dar voz a su miedo por el destino de Marina.

Bajaba el sol cuando otra piedra cayó dentro del calabozo, empujada por una bota militar a través del tragaluz. Oliver se apresuró a recogerla y abrir la breve tira de papel que la rodeaba.

—¡Otro mensaje!  —susurró.

De Neill se lo arrebató de las manos y se lo tendió a Morris. —¡Lee, muchacho! —urgió.

Pero Morris no dio señales de haberlo oído. Oliver recuperó el papel y paseó los ojos por las escasas palabras, moviendo los labios sin sonido, el ceño fruncido por el esfuerzo.

—¿Desde cuándo sabes leer tú? —gruñó Maxó mientras De Neill sacudía el hombro de Morris, que lo apartó de un empellón y volvió a hundir la cabeza entre sus manos.

—La perla me enseñó cuando venía a la cofa conmigo —replicó el pirata.

—¿En español? —terció Maxó, aprovechando la oportunidad de mostrarse desagradable para desahogarse un poco.

—No, viejo lobo. Pero vosotros entendéis español. Puedo leer lo que dice y vosotros comprenderéis el mensaje.

A pesar de ser sólo una línea, les llevó varios minutos descifrarlo.

—¿Tendréis una oportunidad esta noche? —repitió Maxó frunciendo el ceño—. ¿De qué demonios habla?

De Neill sacudió a Morris.

—¡Castillano! —susurraba, excitado—. ¿Escuchaste, muchacho? ¡Castillano aceptó! ¡Nos ayudará a escapar esta noche! ¡Huiremos y rescataremos a la perla! ¿Me oyes? ¡Iremos por ella esta misma noche!

Eso hizo reaccionar a Morris, que alzó la cabeza y le quitó la tira de papel a Oliver de las manos. La leyó varias veces para cerciorarse de que los otros habían entendido bien y los enfrentó sonriendo de costado.

—Y que nos cuelguen sin no aprovechamos la oportunidad —dijo.

—Como que Laventry siga demorándose, eso es exactamente lo que ocurrirá —respondió De Neill.

Pronto les llevaron la olla y la cubeta de agua que serían su cena. Los piratas procuraron mostrarse abatidos y taciturnos como habían estado todo el día. Solos de nuevo, devoraron el guisado maloliente, vaciaron la cubeta de agua y Morris fue a sentarse contra la pared junto a las rejas, de cara al breve corredor. Al final de ese corredor había una pequeña sala de guardia, con una mesa, varios taburetes y una lámpara. Una anilla de hierro con varias llaves pendía de un gancho en la pared sobre la mesa. La puerta de madera que podría conducirlos a la libertad se hallaba a sólo un paso.

—¿Alguno de vosotros recuerda el camino del puerto? —preguntó en voz baja, los ojos en la mesa.

—¿El puerto? ¿Tú crees que ya se han llevado a la perla a Cartagena? —inquirió De Neill.

Morris alzó apenas sus muñecas. —No llegaremos muy lejos encadenados. Debemos librarnos de estos malditos grilletes y procurarnos armas antes de ir por Marina.

—¿Y viste una herrería cerca del puerto? —preguntó Oliver confundido.

—Los burdeles, idiota —replicó Maxó—. Las mujeres del puerto defendieron a la perla y le trajeron presentes. Ellas nos ayudarán.

En ese momento tres soldados cruzaron la puerta y se sentaron a la mesa, dejando sus mosquetes contra la pared al alcance de la mano, sus pistolas y espadas pendiendo de sus cintos.

El tiempo volvió a eternizarse para los prisioneros. Transcurrió una hora, o tal vez diez para su impaciencia, hasta que oyeron pasos firmes que se aproximaban tras la puerta cerrada de la sala de guardia. Morris permaneció donde estaba e hizo gestos a los otros para que retrocedieran hacia el fondo del calabozo.

Para su sorpresa, el que entró no fue Castillano sino Alonso, con otros tres soldados. Morris frunció el ceño, desconfiado, pero sus señas acallaron las preguntas de los demás al ver su expresión.

Alonso se plantó a la entrada del breve corredor, de espaldas al calabozo, las manos tras la espalda. Los soldados se apresuraron a alinearse frente a él, mosquetes en mano con las culatas apoyadas en el suelo. Morris no alcanzaba a escuchar qué les decía Alonso, pero veía a los soldados asentir, murmurando “sí, señor”.

Alonso comenzó a caminar a lo largo de la línea de uniformes, que seguían asintiendo con expresiones adustas. Con toda naturalidad, Alonso los rodeó y recorrió la línea a espaldas de los soldados de ida y de vuelta. Se detuvo tras ellos y dijo algo que los hizo ponerse aún más firmes. Al mismo tiempo, tomó con un movimiento rápido la anilla de llaves de la pared y la guardó en el bolsillo de su chaqueta.

La expresión de asombro de Morris provocó nuevas preguntas susurradas, pero el joven no necesitó acallar a los piratas, porque los pasos firmes de Alonso aproximándose fueron suficientes.

El español se detuvo frente al calabozo, las manos de nuevo tras la espalda, y observó los rostros sucios y expectantes sin disimular su rencor. Se adelantó un paso hacia la puerta enrejada y giró hacia los soldados.




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