Leones del Mar - La Herencia I

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—¡A las armas!

—¡Los perros se han fugado!

—¡Por allí! ¡Fueron por allí!

Castillano saltó al pescante de la carreta e hizo una seña al conductor. El hombre estaba mal rasurado y tenía aún peor traza, pero si había pasado inadvertido en el patio de carruajes de la gobernación, también pasaría en la catedral.

Aunque lo intrigaba, en realidad no le interesaba saber exactamente cómo se las había compuesto Dolores Mondrego para montar aquel arriesgado plan en un solo día. Lo que contaba era que lo había hecho, y ahora le tocaba a él hacer su parte. De modo que ahí estaba, con el marido de una de las lavanderas de la gobernación embutido en un uniforme robado, dirigiéndose a la catedral en busca de Marina, para quitársela a los curas antes que arribara un Inquisidor y llevarla al mejor burdel del puerto, donde Dolores y las mujeres de la casa los aguardaban para ocultar a la muchacha.

Llegaron a la catedral desde el lago para evitar el alboroto alrededor de la gobernación y se detuvieron ante la entrada en el ala norte del edificio. Castillano se escabulló hasta la esquina para echar un vistazo a la Plaza Mayor. Lo primero que notó fue que las patrullas de búsqueda, formadas a toda prisa, se dirigían hacia el sud. Al puerto. Justo en su camino.

—¡Malditos perros! —masculló. Sólo podía desear que Alonso los atrapara pronto.

Retrocedió hasta la puerta lateral y la aporreó con el puño cerrado. Tuvo que volver a golpear varias veces hasta que oyó pasos apresurados al otro lado. Una mirilla crujió al abrirse y una cara delgada y adusta lo miró desde dentro. Él abrió su capa, para mostrar su uniforme a la luz de la lámpara que colgaba junto a la puerta.

—Capitán Castillano de la Armada de Barlovento, a las órdenes del gobernador —dijo.

La mirilla se cerró.

El español frunció el ceño cuando la puerta no se abrió. Estaba por volver a golpear cuando oyó que alzaban una barra y una llave giraba en la cerradura. Una monja enjuta como un lebrel, el rostro de expresión agria cubierto de delgadas arrugas, apareció en el vano sosteniendo un candil.

—Buenas noches, hermana. Me han enviado por la prisionera. Tengo órdenes de transportarla al castillo San Carlos de inmediato.

La monja lo miró de arriba abajo, sin dar señales de haberlo escuchado. Castillano procuró mantener la calma y los buenos modales.

—Nos corre prisa, hermana. Los filibusteros se han fugado de la gobernación y tememos que ataquen la catedral para recuperar a la prisionera. La trasladaremos al castillo hasta que sean apresados nuevamente y vosotros podáis recuperar su custodia.

La mujer siguió observándolo de una manera que hizo que Castillano se preguntara si era sorda. Subió un escalón hacia ella, que alzó el candil como si eso fuera a detenerlo. Antes de que él volviera a insistir, habló con una voz que sonaba como el chasquido de un látigo.

—¿Y os han enviado a vos solo, sin una escolta?

—El gobernador no tiene muchos hombres, y se han abocado todos a la persecución de los prófugos. Me basto solo para transportar un prisionero.

—La rea está bajo la autoridad de la iglesia, capitán, y Su Reverencia el obispo decidirá qué es lo que corresponde hacer.

—¿Y sabe Monseñor lo que está ocurriendo?

—Su Reverencia está descansando.

—Pues id a informarle que una banda de piratas planea atacar la catedral para rescatar a la prisionera.

—Los piratas no podrán volver a profanar la Casa del Señor.

—Sí, lo mismo creísteis después del Olonés —replicó él con sequedad—. Hasta que llegó Morgan. —Vio que sus palabras surtían efecto y subió el último escalón para quedar cara a cara con la monja. La expresión adusta de la mujer vaciló cuando se oyeron gritos desde el este—. Así que con vuestro permiso, hermana. Mientras vos informáis a Monseñor de la situación, y Monseñor toma una decisión, yo me llevaré a la prisionera a un lugar seguro para alejar el peligro de la Casa del Señor, que ya bastante ha sufrido a manos de estos asesinos. Que Monseñor comunique su decisión al gobernador.

La monja se hizo a un lado para dejarlo entrar, cerró la puerta con una mirada rápida hacia la Plaza Mayor, y le indicó que la siguiera. Castillano respiró hondo, preparándose para un espectáculo desagradable. Y precisó toda su fuerza de voluntad cuando salió al patio este.

Marina colgaba del cepo en una posición que indicaba que estaba desmayada o muerta, porque nadie que estuviera consciente la soportaría sin aullar de dolor. La monja se detuvo entre las columnas de la galería, permitiéndole adelantarse solo. Él dio un paso a cielo abierto y se detuvo, notando que el pedregullo que cubría el patio se quebraba bajo sus pies, y hasta sintió una punta afilada que perforaba la suela de su bota. Se tragó una maldición y cruzó a paso rápido hacia el cepo.

Lo halló cerrado con un gran candado de hierro y se volvió hacia la monja, señalándolo. Sus puños se apretaron, las uñas clavándose en sus palmas, al escuchar que Marina se quejaba en un hilo de voz, un lamento continuo, involuntario.

—¿La llave del candado, hermana?

—La tiene Su Reverencia.

—Y Su Reverencia…

—Está descansando.

—Entonces os ruego le manifestéis mis más sinceras disculpas.

Empuñó su pistola y disparó contra las anillas de madera que el candado sujetaba. La detonación provocó un revuelo en las habitaciones que daban al patio. Castillano abrió el cepo de un tirón y Marina se derrumbó sobre las conchillas, como una marioneta a la que le habían cortado los hilos.




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