Leones del Mar - La Herencia I

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Morris y los demás lograron eludir a las patrullas. Escabulléndose por patios traseros y pasadizos entre las casas, finalmente llegaron a sólo una calle del puerto. Se detuvieron detrás de una taberna a recuperar el aliento. Luego de entregarles la llave, Alonso se había puesto al frente de la búsqueda, y aunque no tuviera pies ni cabeza, era evidente que estaba decidido a recapturarlos y arrojarlos otra vez al calabozo que él mismo los ayudara a abrir.

Intentaban decidir si les convenía aguardar allí hasta que los soldados terminaran de registrar la calle y se marcharan, cuando la puerta posterior de la taberna se abrió. Un hombre salió a vaciar un cubo de desperdicios y se encontró con dos pistolas y tres mosquetes apuntándolo. Para sorpresa de los fugitivos, el hombre no se inmutó. Atisbó más allá de ellos hacia el callejón, les indicó silencio y volvió a entrar.

Una mirada perentoria de Morris mantuvo cerrada la boca de Maxó, que se disponía a atraer a todos los soldados en kilómetros a la redonda por dar voz a lo que los cinco se preguntaban: ¿ayuda o emboscada?

No tuvieron que esperar mucho para averiguarlo.

Bien pronto, tres mujeres entraron al patio desde el callejón, trayendo un candil velado. Los inspeccionaron rápidamente y ocultaron la luz. Un chambergo se ajustó a la cabeza de Oliver y un ferreruelo cubrió los hombros de Morris. Una de las mujeres abrió la puerta posterior y asomó la cabeza dentro de la taberna.

—Estos dos están impresentables —susurró.

Varios brazos indudablemente femeninos surgieron para atrapar a Maxó y De Neill, que se dejaron arrastrar dentro con sonrisas socarronas. Una de las mujeres tomó la mano de Gerrit y lo guió a paso rápido hacia el callejón al otro lado del patio. Las dos mujeres restantes se llevaron a Morris y Oliver por donde habían venido. Al final del callejón se separaron en direcciones opuestas.

Morris siguió a su guía sin hacer preguntas, a través de pasajes oscuros que corrían paralelos a la calle del puerto hasta la siguiente intersección. Allí se detuvieron abruptamente: una patrulla bajaba hacia el lago y estaba a menos de veinte metros. La mujer se aplastó de espaldas a la pared y de un tirón atrajo a Morris hacia ella. Le aferró el cabello para hacerle bajar la cabeza y lo besó. El joven decidió que lo mejor era que se vieran convincentes, de modo que respondió al beso, apretándose contra el cuerpo de la mujer.

La patrulla se detuvo un momento al verlos, y siguió de largo al escuchar los jadeos fingidos de la mujer. Tan pronto como se alejaron, Morris retrocedió, sus ojos demorados en los labios generosos que se curvaron en una sonrisa provocativa.

—Ya veo por qué Doña Dolores mandó por ti —terció la mujer.

El joven no ocultó su sorpresa. —¿Sabes dónde encontrarla?

—Allí nos dirigimos. Está a dos calles de aquí, aguardando a la perla.

En una casa de placer a la orilla misma de la ciudad, Dolores Mondrego oyó la carreta que se acercaba al paso cansino del buey y se apostó con una pistola tras la puerta posterior, flanqueada por otras dos mujeres armadas. Esa noche la orgullosa dama había hecho a un lado sus vestidos suntuosos por una simple falda roja sobre sus enaguas y un corset con breteles, que amenazaba hacer desbordar el escote de su camisa de lino al primer movimiento brusco.

La carreta se detuvo y ella apoyó una mano en la mirilla, mas no precisó confirmar quién llegaba. Al otro lado, un hombre pateó la puerta al tiempo que exclamaba:

—¡Abrid, mil demonios! ¡La niña no está bien!

Eso le granjeó a Castillano entrada inmediata. Irrumpió en la cocina del burdel cargando en brazos a Marina envuelta en su capa, aún agarrotada y medio inconsciente.

—¡Un baño de agua caliente y un médico! ¡Aprisa!

Una mujer le indicó que la siguiera y él se lanzó escaleras arriba, hasta la puerta que la mujer abría para él.

—¡Sábanas limpias! ¡Una camisa! ¡Daos prisa con el baño! —ordenó antes de cerrar la puerta con el codo.

Se trataba de una habitación para clientes y contaba con el lujo exótico de una tina en el extremo opuesto a la cama. Castillano empujó con su pie un escabel hasta la tina y se inclinó para depositar a la muchacha en su interior. Pero Marina gimió y aferró la chaqueta de Castillano con una mano engarfiada. Él la estrechó contra su pecho una vez más.

—Calma, niña —le susurró, intentando sonar tranquilizador—. Esto te ayudará a sentirte mejor. —La depositó con suavidad en la tina vacía y le tomó una mano entre las suyas—. Ya estás a salvo y entre amigos —agregó—. Aquí cuidarán bien de ti.

Dolores entró precediendo a dos mujeres que traían cubetas de agua caliente. Castillano probó la temperatura del agua antes de permitirles volcarla con cuidado en la tina. Marina tembló de pies a cabeza al sentir el líquido. Ardía de fiebre y su respiración era brusca y entrecortada.

—Ya han ido por el médico —terció Dolores, aproximándose.

—Traed más agua —dijo Castillano, viendo que sólo habían llenado la mitad de la tina—. Necesita estar sumergida.

Las mujeres se marcharon apresuradas.

—¿Qué le ocurrió, capitán? —preguntó Dolores.

—No lo sé —gruñó él—. La hallé en un cepo, arrodillada sobre pedregullo cortante, bañada en agua helada.

Dolores se cubrió la boca, los ojos llenos de lágrimas al ver que Marina alzaba el rostro hacia él cada vez que lo escuchaba hablar. El agua comenzó a oscurecerse con la suciedad de la túnica y la sangre seca que se aflojaba en los pies y los tobillos de la muchacha. Castillano se sentó en el escabel sin soltar su mano, y le acarició con torpeza la cabeza rapada para sosegarla.




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