Leones del Mar - La Herencia I

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Tras varios rodeos para evitar más patrullas, la mujer condujo a Morris a la casa de placer y lo dejó aguardando al pie de la escalera. Un momento después Dolores salió de una habitación en la planta alta, cerrando la puerta sin ruido.

—¿Está aquí? —exclamó el joven.

Dolores lo detuvo cuando intentó subir y lo condujo al salón principal de la casa, por rara ocasión vacío a esa hora. El establecimiento pertenecía a una prima de su dama de compañía, que al saber lo que Dolores precisaba, había aceptado de buen grado el dinero que le ofrecían por cerrar esa noche.

Las mujeres de la casa también se habían enrolado para ayudar. Los piratas eran mucho mejores clientes que los parroquianos de la colonia. Y las entusiasmaba la oportunidad de burlar a los soldados para proteger a esa muchacha, que tenía el valor de no someterse a los hombres y se les plantaba de igual a igual, tal como ellas hacían a su manera.

Por eso se habían dispersado por toda la zona del puerto en busca de los fugitivos, y en ese preciso momento los ayudaban a jugar al gato y al ratón con las patrullas, que continuaban registrando la zona casa por casa en vano.

Dolores hizo sentar a Morris en un sillón y mandó llamar al ayudante de la dueña para que le quitara los grilletes.

—¿Ha llegado la perla, señora? —insistió Morris—. ¿Castillano fue por ella? ¿Cómo está?

—Sí, la trajo hace menos de una hora, pero la perla no está bien. Los sacerdotes la lastimaron. Hemos enviado por el médico.

Morris se incorporó de un salto. —¡Dónde está! ¡Quiero verla!

—En un momento, señor…

—Ningún señor. Morris es mi nombre, Morris Van Dort. ¡Llevadme con ella, por favor!

—Quitaos esas cadenas y os llevaré.

La voz de Castillano retumbó desde el primer piso. —¡Agua limpia! ¿Aún no llega el maldito médico? ¡Y dónde están las sábanas y la camisa!

Dolores meneó la cabeza con un suspiro exasperado que hizo sonreír a Morris.

—Es un verdadero bruto —dijo—. Si no estuviera tan prendado de vuestra amiga, con gusto le enseñaría modales a bofetones.

La sonrisa se le congeló a Morris al escucharla y ella rió por lo bajo. Tras ellos, una mujer corrió escaleras arriba con sábanas y una camisa para Marina.

El ruido de pasos y voces fuertes frente a la casa inmovilizó a todos en su interior. Otra mujer se presentó en el salón y Dolores urgió a Morris a que fuera con ella. La mujer tomó la mano del joven y lo guió a la salida posterior, desde donde se alejaron de la casa de puntillas para ocultarse hasta que los soldados se fueran.

—¡Abrid en nombre del Rey! —gritaron, aporreando la puerta del establecimiento.

Dolores se apresuró de regreso a la habitación de Marina. Las mujeres ya sabían qué hacer. Una de ellas abrió para recibir a la patrulla encabezada por Alonso, tal como acordaran, y los dejó entrar con una sonrisita desafiante.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué no está abierto el salón? —inquirió Alonso. No necesitaba fingir su enfado tras dos horas de buscar en vano a los piratas que él mismo liberara por ayudar al necio de su amigo.

—La señora no se siente bien y nos dio la noche libre —respondió la mujer, siempre sonriente.

Alonso hizo un gesto a la media docena de soldados que lo acompañaban.

—Registrad los salones de esta planta. —Se volvió hacia la mujer—. Condúceme con la señora.

Ella le dio la espalda con un meneo de caderas y le indicó que la siguiera. Llevó a Alonso a la habitación donde estaba Marina y llamó a la puerta. Alonso entró sin aguardar respuesta. Esperaba encontrar allí a Dolores, pero se sorprendió al hallar también a su amigo.

—¡Jesús, María y José, Hernán! ¿Qué haces aquí todavía? ¡Jamás llegarás a tiempo al Camino Real! —exclamó. Miró a su alrededor y frunció el ceño—. ¿Y la perla? ¿No lograste sacarla de la catedral?

Castillano señaló con una mueca el biombo que ocultaba la cama. Una serie de gemidos inarticulados llegó desde allí.

—¿Está visible? —preguntó el español para sorpresa de Alonso.

—No logro terminar de vestirla, capitán —respondió una mujer desde atrás del biombo.

Castillano suspiró. —Cubridla —dijo, haciéndole un gesto a su amigo para que lo acompañara.

Alonso retrocedió ceñudo. Castillano le sujetó un brazo y lo obligó a rodear el biombo con él. Alonso se quedó de una pieza al ver a Marina. La muchacha estaba acostada sobre las sábanas. Se había tendido de lado, los ojos cerrados, con los brazos cruzados sobre el pecho por debajo de la camisa que la mujer le bajara hasta las rodillas, las piernas aún un poco encogidas. Castillano fue a agacharse junto a su cabeza y le acarició los breves mechones desparejos.

—Vamos, niña, deja que te vistan —dijo en voz baja. Marina abrió un poco los ojos y él forzó una sonrisa—. No me interesa el espectáculo.

La muchacha movió las manos bajo la camisa, buscando a tientas el hueco para introducir los brazos. Castillano la ayudó como si hubiera pasado la vida vistiendo niños.

Tras él, la expresión de Alonso se demudaba al tiempo que sus ojos recorrían las piernas de Marina, cubiertas de cortes que habían vuelto a sangrar un poco con el agua tibia. En algunos aún podían verse fragmentos y esquirlas de conchillas clavados. Cuando Castillano logró que Marina terminara de ponerse la camisa, el otro advirtió que las palmas de sus manos presentaban las mismas heridas, y el corte que le cruzaba la mejilla, y el cardenal que le dejaran la correa y el cepo en torno al cuello. Todavía temblaba de fiebre.

—Debo irme —dijo, retrocediendo bruscamente—. Aguarda quince minutos y vete tú también, Hernán. Ésta es la última casa y ya debo regresar a la gobernación. Luego tendré que salir hacia el norte.




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