Leones del Mar - La Herencia I

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Nadie fue capaz de contener a Morris cuando regresó a la casa de placer. Subió a paso de carga hacia la habitación de Marina, mas se detuvo apenas cruzó la puerta, los ojos agrandándose de espanto al verla.

Las mujeres habían colgado lámparas de los postes de la cama y dos de ellas se afanaban sobre sus piernas con pinzas, procurando sacar todas las astillas aún clavadas en su carne. Un hombre de edad hacía lo mismo en las manos de la muchacha. Habían logrado hacerle beber un poco de láudano luego de que Castillano se marchara, para evitar que su ausencia la agitara, y ahora yacía boca arriba en la cama, inmóvil, la frente y los ojos cubiertos por un paño húmedo.

—No os permitiré que os acerquéis con la peste que traéis encima —le dijo Dolores—. Quitaos esas cadenas, limpiaos y regresad luego.

—¿Qué hay de los demás? —preguntó él.

—Ya os reuniréis cuando sea seguro —respondió Dolores.

Morris regresó pronto. Había costado encontrarle prendas limpias que le quedaran a su estatura y sus anchos hombros, pero las mujeres se las ingeniaron para obtener una camisa y un pantalón que no se vieran como si las costuras estuvieran a punto de saltarse. Para entonces habían terminado de atender las heridas de Marina y la habían cubierto con las sábanas. Parecía dormir, las manos vendadas sobre el estómago y el paño húmedo aún cubriendo sus ojos.

El joven meneó la cabeza, los ojos brillantes de rabia y pena, y se sentó al borde de la cama.

—Le debemos su vida al capitán Castillano —dijo Dolores en voz baja.

Morris asintió sonriendo de costado, acariciando la cabeza rapada de la muchacha. —Una ironía que pocos pueden apreciar realmente, señora.

—Debo irme. El alba no puede hallarme fuera de mi casa.

El joven se incorporó, volviéndose hacia ella. —¿Regresaréis?

—No, mi dama de compañía nos mantendrá comunicados.

Morris encontró sus ojos verdes. —Si en los próximos días escucharais la campana de alarma, dejadlo todo y apresuraos hacia aquí.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Sólo lo que he dicho.

La española asintió bajando la vista hacia su cintura y sacó de su bolsillo un monedero tintineante, que puso en la mano de Morris.

—En caso de que lo necesitarais.

Alzó la vista al no obtener respuesta y la sonrisita del joven la hizo ruborizar.

—Me halagáis. Ninguna mujer me había pagado antes. Espero tener oportunidad de retribuiros en servicios. —Dolores intentó mostrarse ofendida, pero la sonrisa de Morris se hizo cálida—. Gracias, señora. Estaremos por siempre en vuestra deuda.

Cuando la española se marchó, Morris rodeó la cama para recostarse junto a Marina y hundió un codo en la almohada para apoyar la cabeza, sus ojos moviéndose con mirada triste por el hermoso cabello arruinado y el rostro pálido y enflaquecido tras aquella semana infernal. Cubrió las manos de Marina con la suya y cerró los ojos.

El comandante de la guardia, Alonso y Castillano soportaron con estoicismo la furia del gobernador, que a medio vestir y luciendo una calva reluciente los tachó de inútiles, incompetentes, imbéciles y otra docena de adjetivos, ninguno de ellos halagüeño. Luego designó a Alonso para que dirigiera la búsqueda de los fugitivos apenas saliera el sol, le dijo a Castillano que no quería volver a verlo en la ciudad y dejó su despacho, todavía echando sapos y culebras.

Castillano y Alonso pasaron las pocas horas que le quedaban a la noche en la posada. Se separaron al alba y Castillano se dirigió al castillo, donde la noticia todavía no había llegado. De modo que no tuvo más alternativa que despertar a Lorenzo para ponerlo al corriente de la situación.

Decidieron que los sobrevivientes del León, que se habían sumado a la dotación de la Santísima Trinidad en Santo Domingo, permanecieran en Maracaibo con Alonso. De esa forma, tendría los hombres que precisaba para su búsqueda sin afectar la guarnición del castillo.

Lorenzo lo dejó a cargo de concluir el aprovisionamiento de la fragata y se marchó con las tres docenas de soldados, para ofrecérselos en persona al gobernador.

Castillano desayunó con los otros oficiales de la Santísima Trinidad y puso manos a la obra, animado como no se sintiera en semanas.

Había terminado.

La pesadilla había quedado atrás.

Había hecho lo que debía.

El destino de la niña de ojos negros ya no estaba en sus manos. Finalmente había llegado el ansiado momento de volver la espalda a cuanto sucediera desde que el Espectro atacara al León. El resto de su vida se abría ante él, brillante como el sol que se alzaba sobre Coro al otro lado del Golfo de Venezuela. Y jamás volvería a permitir que nada ni nadie lo trastocara todo como la Perla del Caribe hiciera.




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