Leones del Mar - La Herencia I

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Una mujer despertó a Morris temprano en la mañana. Las patrullas habían reiniciado la búsqueda, pero se dispersaban hacia el noroeste, de modo que los piratas tenían una oportunidad para reunirse. El joven bajó a la cocina, donde le sirvieron un suculento desayuno. Las mujeres hacían sus quehaceres, llenando la casa con sus voces animadas y sus risas mientras él devoraba todo lo que le ponían delante.

Maxó y De Neill llegaron poco después, todavía tratando de despertarse. A ellos también los habían bañado y vestido, y hasta rasurado, lo cual les daba un aspecto desconocido que hizo reír a Morris. Los dos querían ver a Marina, pero no se los permitió. La muchacha había tenido una mala noche, poblada de pesadillas febriles de las que despertaba gimiendo y llorando, y parecía haber conciliado un sueño más profundo sólo al alba.

Discutían los riesgos de permanecer allí cuando se les unieron Oliver y Gerrit. Al fin acordaron aguardar un día más, para darle oportunidad a Marina de recuperarse un poco. Al día siguiente utilizarían el dinero de Dolores para comprar una barcaza pesquera y poner proa a Curazao. Si no hallaban al Espectro allí, al menos tenían chance de encontrar quién los llevara hasta Tortuga.

El día pasó con una lentitud exasperante. Oliver se apostó sobre el tejado para vigilar que las patrullas no regresaran al puerto, y pasado el mediodía Morris permitió que los demás vieran a Marina.

De Neill tuvo que arrastrar a Maxó fuera de la habitación para que sus maldiciones no sobresaltaran a la muchacha, que seguía sumida en el mismo sopor febril, pálida y temblorosa. El pirata no se detuvo hasta el patio posterior de la casa, donde pasó un buen rato profiriendo maldiciones a todo pulmón y dando puñetazos y puntapiés a paredes, puertas y cuanto tenía a su alrededor.

Las patrullas regresaron a la gobernación pasada la hora del almuerzo y volvieron a salir, esta vez hacia el oeste. Gerrit y De Neill aprovecharon la tarde para darse una vuelta por los muelles y conversar con los pescadores, buscando una embarcación que sirviera a sus propósitos.

El sol declinaba hacia la cúpula de la jungla que rodeaba la ciudad, de donde las patrullas comandadas por Alonso aún no regresaban, cuando una mujer subió a hacerle compañía a Oliver en el tejado, llevándole un bocado y una copa de vino. El estado de Marina no había variado, y Morris y Maxó permanecían a su lado.

Oliver iba a decir algo cuando la mujer señaló hacia el norte. El pirata miró en esa dirección y vio un barco que se acercaba al puerto desde La Barra.

—No llegan barcos a esta hora —dijo la mujer—. Ciertamente no de a dos.

Oliver se incorporó para ver mejor, sujetándose a la chimenea, y descubrió el segundo barco al que se refería la mujer. —No tendrás un catalejo, ¿verdad? —preguntó, observando las embarcaciones, que a ojo desnudo se veían como simples bergantines mercantes.

—Claro que sí. Vosotros los marinos pagáis con lo que tenéis a la mano.

Pocos minutos después, Morris y Maxó oyeron que Oliver bajaba precipitadamente del tejado. Sus pasos resonaron por toda la casa hasta que irrumpió jadeante en la habitación de Marina.

—¡Han llegado! —exclamó.

—¿Quiénes?

—¡Laventry! ¡Los nuestros! ¡El Águila Real y el Esparta están por entrar a puerto!

—¿Ellos solos? —preguntó Morris, incorporándose contrariado.

—Los demás deben estar tomando el castillo —replicó Oliver.

De Neill y Gerrit llegaban a todo correr, agitados y ansiosos.

—Ya iré yo a recibir a esos tunantes —masculló Maxó.

—Buena idea. Lo mejor es que sepan dónde estamos antes de que desembarquen a sus hombres —terció Morris—. Id vosotros dos, De Neill, viejo lobo. Gerrit, Oliver, permaneced aquí y cuidad a la perla.

—¿Y tú qué? ¿Tienes asuntos qué atender? —inquirió De Neill.

—Debo ir por Dolores antes de que los nuestros comiencen el saqueo.

—¿Te has vuelto loco? ¡Te capturarán!

—Sé cuidarme, viejo lobo. ¡Ea! ¡Moveos!

Morris se demoró para besar la frente de Marina y dejó la habitación un momento después que los demás.

Una de las mujeres se ofreció a guiarlo a la residencia que Dolores rentara para su estadía en Maracaibo, a sólo doscientos metros de la gobernación. Morris se envolvió en el ferreruelo que le dieran la noche anterior, aseguró dos pistolas en su cintura y dejó la casa de placer.

Maxó y De Neill, que ya no se veían peor que la mayoría de los marineros que poblaban el puerto a toda hora, le dieron unas monedas a un hombre para que les alquilara su bote.

Los dos barcos corsarios se aproximaban a Punta Arieta. El Esparta de Harry navegaba más alejado de la costa, seguramente con intención de pasar de largo y apostarse al sud de Puerto Piojo para prevenir que nadie fuera por ayuda a Gibraltar, al final del lago. El Águila Real parecía listo para fondear tan pronto rodeara el cabo que acotaba la entrada al puerto.




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