Leones del Mar - La Herencia I

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La noche cayó sobre la ciudad tomada, iluminada aquí y allá por los incendios. Mientras los filibusteros se entregaban al saqueo con desenfreno, Laventry reunió a los capitanes de la flotilla. Puso a Hinault a cargo de recolectar el botín y a los prisioneros importantes en la gobernación, mandó a Charron con un centenar de hombres a relevar a los que quedaran custodiando el castillo tomado y regresó al puerto con Harry.

En la casa de placer, hizo llamar a la dueña y le soltó sobre la mesa una bolsa rebosante de monedas y joyas. El establecimiento se convirtió en su cuartel general, aunque el acceso fue restringido con severidad. Sólo él y Harry, los compañeros de Marina y un grupo de hombres de absoluta confianza, para custodiar la casa y llevar y traer mensajes. Y las mujeres, por supuesto, que los recibieron con su calidez habitual. El médico fue alojado en un cuarto de servicio. Recibió un puñado de monedas de oro y la advertencia de que si la salud de Marina no mejoraba pronto, la suya iría por el mismo camino.

Marina se sumió en un sueño ligero e intranquilo. Cautiva del láudano, las lágrimas resbalaban por sus mejillas afiebradas y sus labios se agitaban en palabras ininteligibles, de las que la única que los demás lograban comprender era León.

—Necesitamos sacarla de aquí —repetía Morris, ajeno a los ecos del violento caos que reinaba en las calles—. Es esta condenada ciudad lo que la tiene enferma. —Refrescó el paño en la jofaina y volvió a estirarlo sobre la frente de Marina.

—¿A qué te refieres? —inquirió Harry, parado con Laventry a los pies de la cama.

—Necesita volver al mar —explicó De Neill.

Morris asintió con una mueca. —Si al menos tuviéramos un barco —se lamentó—. Pero Charron hizo quemar todos los que estaban en el puerto.

Laventry alzó las cejas. —El Espectro aguarda en Willemstad —terció. Todos se volvieron hacia él—. Seréis lentos. ¿Por qué creísteis que no me sorprendí al saber que nuestra niña estaba aquí?

—Encontramos al Espectro al norte de Curazao —explicó Harry—. En mal estado, peor tripulado, pero aún navegando.

—Se dirigía a Willemstad a reemplazar los palos y emparchar el casco para poder regresar con nosotros a Tortuga. Jean La Ville me contó la locura que cometisteis, borregos.

—Me voy a buscarlo —dijo Maxó.

—Y yo voy contigo —agregó De Neill—. Tomaremos una barcaza pesquera tal como habíamos planeado.

—Dos días de ida, otro de regreso. Bien podemos cenar antes, y os marcharéis con la marea de medianoche —intervino Laventry.

—Mientras tanto, hay alguien que aliviaría a nuestra amiga con el mero sonido de su voz.

Todos giraron hacia Dolores. La española había aceptado las prendas que le prestaran las mujeres de la casa. Pero ni su atuendo simple, ni estar rodeada por los corsarios más peligrosos del Nuevo Mundo, menguaban su aire majestuoso.

—¿Alguien? —repitió Laventry—. ¿Qué decís, señora? ¿Acaso conocéis un mago o un médico mejor que el que encontramos?

—Se refiere a Castillano —suspiró Morris.

Laventry y Harry retrocedieron de pura sorpresa.

—Las mujeres nos han dicho que cuando Castillano la trajo, la perla no permitía que nadie más la tocara, y sólo su voz la calmaba —dijo Oliver.

—¿La tocara?

Dolores no pudo evitar reír por lo bajo ante la exclamación escandalizada de aquella pandilla de malvivientes inescrupulosos. Su reacción bastó para tranquilizarlos.

—¿Y dónde demonios está ese bastardo, que no está aquí con ella? —preguntó Laventry.

—¿Cómo saberlo? —De Neill se encogió de hombros—. Tal vez ni siquiera sigue vivo. No parece de los que se rinden.

—Ya lo creo que no —gruñó Maxó.

—Entonces mandaremos a buscarlo —intervino Harry—. Quizás no murió y está entre los prisioneros, en la gobernación o en el fuerte.

—No, por favor —dijo Dolores—. Ir entre vuestros prisioneros preguntando por él sería su sentencia de muerte. —Les refirió la acusación que pesaba sobre ellos y agregó: —Tan pronto os marchéis de Maracaibo, la noticia de que lo buscabais para liberarlo llegaría a Veracruz en cuestión de días. Lo cazarían por alta traición por todo el Mar Caribe.

Laventry resopló, impaciente. —Bien, bien, ¿quiénes aquí lo reconocerían? A excepción de Vuestra Merced, por supuesto. —Los compañeros de Marina alzaron la mano—. Yo también. Creo. Chaparro, fornido, rubio, ¿verdad?

—Y con un mal genio que me gana —terció Maxó.

—Entonces bajemos a comer, que me ruge el estómago. Luego vosotros os largaréis a Curazao, y nosotros buscaremos al condenado León. —Laventry meneó la cabeza, dirigiéndose a la puerta—. ¡Buscar a un Castillano para darle gusto a un Velázquez! ¡Me lleva el demonio!

—La historia se repite, pero al revés —asintió Harry siguiéndolo.




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