Leones del Mar - La Herencia I

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Luis Alberto Alonso no quería nada de aquello. Había perdido a los prisioneros. Había perdido la ciudad. Había perdido a su amigo. De modo que decidió desahogar su furia con quien consideraba el motivo de todos sus males. Para que le quitaran la vida en el intento, ya que era lo único que le quedaba por perder.

Lo último que quería era ser conducido escaleras abajo vivo y sin un rasguño, para que una mano del aborrecible Johannes Laventry, asesino y saqueador, uno de los perros más buscados del Mar Caribe, se apoyara en su hombro y lo guiara a un salón privado en un burdel que al parecer había sido copado por los líderes filibusteros.

Prefería morir antes de permitir que lo sentaran en un silloncito frente a una mesa y que una mujerzuela en un escote escandaloso bromeara con Laventry al traerles copas y una botella de vino, y que se fuera riendo con una palmada del corsario en el trasero. Y hubiera querido que el vino no fuera Oporto.

Pero allí estaba, vivo e ileso, sentado mesa por medio con Laventry, que llenaba dos copas con el mismo vino que la Perla del Caribe le regalara a su amigo. Por la puerta abierta vio pasar a Harry Jones conversando con Richard Hinault. Se le escapó un suspiro. Si tan sólo tuviera un puñado de sus hombres, terminaría con los infortunios de todo el Nuevo Mundo en menos de una hora.

Laventry empujó una copa hacia él y soltó una risa áspera cuando lo vio menear la cabeza.

—Yo tampoco quiero beber contigo, créeme. Me has matado una docena de amigos en los últimos años. Pero aquí estamos.

Alonso respiró hondo y tomó la copa. Laventry alzó la suya, regalándole su mejor sonrisa lobuna. Aguardó a que el español bebiera, rió otra vez cuando lo vio vaciar su copa de un solo trago y se la volvió a llenar.

—Bien, ahora que estamos de acuerdo en que nos gustaría degollarnos mutuamente, habla. ¿Qué sabes de tu amigo? —Se cubrió los ojos por un momento—. Sacre Dieu, Manuel debe estar revolviéndose en el fondo del mar.

Por algún motivo, la idea hizo sonreír a Alonso. No todo estaba perdido si había perturbado el descanso de uno solo de esos truhanes, aunque llevara más de diez años muerto.

—Ahí estás, muchacho. Venga, dime qué sabes. Cualquier cosa será útil.

—Sólo sé que se marchó con la fragata en la que llegamos, bajo arresto por esta acusación en su contra.

—¿Y qué crees que ocurrirá?

—Lo ignoro. En otras circunstancias, nuestro almirante decidiría si hay mérito para un castigo, y cuál sería.

—Te refieres al almirante de la Armada de Barlovento.

Alonso asintió y vació de nuevo su copa. No quería estar completamente lúcido mientras le daba información a Laventry.

—¿Y por qué no lo haría? ¿Es demasiado grave?

El español lo enfrentó como preguntándole si se burlaba de él. —Porque no creo que la Armada siga existiendo después de lo que hizo vuestra amiguita.

Laventry se retrepó en su asiento. —¿Lo que hizo…?

Alonso suspiró. ¿Además le tocaba a él darles las buenas nuevas? ¿Qué otro castigo le reservaba Dios? Manoteó la botella y se sirvió más vino.

—En la última semana, la Perla del Caribe hundió dos de nuestras fragatas y dañó la que nos trajo hasta aquí. Si a eso le sumas que dejó el León hecho un pontón hace un mes…

Laventry contaba con los dedos, el ceño cada vez más fruncido. —Aguarda, ¿me estás diciendo que nuestra perla hundió sola media Armada de Barlovento antes de que la atraparais?

—Antes de que se entregara —corrigió Alonso con amargura.

—Ahora entiendo por qué el Espectro estaba tan dañado.

—No, el daño lo recibió en la última batalla, porque Hernán se dio cuenta que… Aguarda, ¿cómo sabes que estaba dañado?

El corsario esbozó otra sonrisa lobuna, hasta que pareció percatarse de algo más. —Aguarda, ¿me estás diciendo que sólo una fragata está custodiando los galeones en ruta a La Habana?

—Dos, y la Trinidad los alcanzará en un par de días. Aguarda, ¿cómo sabes lo de los galeones?

Laventry alzó ambas manos, vació su copa, la llenó otra vez y apoyó la botella entre ellos.

—Ya habrá tiempo para charlas íntimas, muchacho. Ahora háblame de tu amiguito el León. ¿Qué importa que sólo quede media Armada?

—Si al regresar a Veracruz no nos renuevan la misión de patrullaje o nos dan una nueva derrota, la Armada dejará de existir como tal. Ya ha ocurrido. Entonces no importa lo que el almirante haya decidido, el cargo contra Hernán será elevado al Gran Almirante o a la corte virreinal.

—¿Eso significa que lo encarcelarán en Veracruz?

Alonso se encogió de hombros. —Lo ignoro. Hernán es muy popular, y que lo envíen a prisión sería un golpe para todos los marinos estacionados allí.

—¿Y tú crees que el almirantón o el virrey prestarían atención a la moral de las tripulaciones? ¿Lo bastante para ponerla en la balanza a la hora de encarcelar a un traidor?




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