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El fallido intento de asesinato, contrario a los planes del español, tuvo un efecto positivo en la salud de Marina. De alguna manera, confirmar su confusa certeza sobre la suerte corrida por Castillano, cuyo origen era incapaz de explicar o tan siquiera imaginar, alimentó su voluntad de recuperarse.
Mientras el español y Laventry fraternizaban entre copas de Oporto, Morris la ayudó a beber un té, que le permitió sacudirse el sopor de la fiebre y le abrió el apetito. Tras varios días sin ingerir alimentos, la cocinera de la casa se negó a darle comida sólida, pero le preparó un espeso caldo con trocillos de carne y verduras que pareció devolverle el alma al cuerpo.
Ya para el segundo tazón la fiebre había comenzado a ceder y Marina era capaz de conversar un poco.
—Debemos largarnos de aquí —fue una de las primeras cosas que dijo.
—En dos o tres días —respondió Morris—. Maxó y De Neill ya se están encargando de conseguir un barco para que regresemos a casa.
Marina asintió pensativa, sentada en medio de una multitud de almohadas, las manos vendadas sosteniendo el tazón contra su boca y sus ojos negros moviéndose por las mantas de la cama.
Para el tercer tazón de caldo se miró los vendajes e hizo una mueca.
—No puedo mover los dedos —se quejó.
De modo que Morris se procuró vendas limpias, y luego de lavarle los cortes en las palmas, las vendó sin envolver los dedos. Apenas comprobó que podía flexionarlos, Marina le agradeció con una gran sonrisa, apuró lo que le quedaba de caldo y acarició una mejilla de Morris.
—¿Tú estás bien? —le preguntó—. Mi pobre amigo, te he arrastrado a lugares tan oscuros.
El joven tomó la mano y le besó los dedos, sonriendo también. —Pero ya ha terminado, mi perla. Hemos sobrevivido. Y apenas estés bien, allí nos iremos de nuevo en busca de problemas, tú y yo.
Sentada al otro lado de la cama, Dolores observaba con curiosidad aquella muestra del profundo afecto que unía a esos dos, en el que no había ningún rastro de deseo. Perdida en sus pensamientos, se sorprendió al darse cuenta de que los dos se habían vuelto hacia ella.
—¿Cómo podré agradeceros, Dolores? —terció la muchacha, tendiéndole su mano libre—. Al igual que el capitán Castillano, habéis arriesgado vuestra vida por mí, por nosotros, movida sólo por la piedad y la rectitud de vuestro corazón.
Dolores le palmeó la mano suavemente, sonriendo como ellos. —Recupérate y vuelve a brillar en todo tu esplendor, perla. Y vayamos por ese bruto antes que algún necio mande colgarlo para salvar su buen nombre. Y a propósito del capitán… —se incorporó y rodeó la cama hacia la mesa de noche junto a Marina.
La muchacha estudió a Morris mientras la española pasaba junto a él, rozándole las piernas con su falda para inclinarse a tomar algo del cajón de la mesa.
—¿Quieres más caldo? —preguntó Dolores, tomando el tazón vacío al tiempo que le tendía una hoja doblada y sellada con una gota de lacre. Antes que Marina pudiera responder, la española tironeó del hombro de Morris y se lo llevó de la habitación, dejándola sola.
Marina rompió el sello intrigada. Al desdoblar la hoja, cayó en su regazo el dije de oro con la perla engarzada. Una sonrisa conmovida curvó sus labios al leer el mensaje, mucho más breve que la firma, mientras sostenía el dije en su mano vendada.
Logró cerrar el broche de la cadenilla con sus dedos todavía torpes y la pasó por encima de su cabeza, luego se deslizó en la cama para volver a acostarse. Morris y Dolores la encontraron adormecida pocos minutos después, una mano reteniendo el mensaje contra su pecho, donde volvía a brillar el dije.
Morris dormitaba vestido al otro lado de la cama, cuando Marina hizo a un lado sábanas y mantas, arrojándoselas encima a él. Despertó sobresaltado para ver que la muchacha estaba sentada y bajaba las piernas con cuidado.
—¡Oé, Marina! ¿Qué haces? —exclamó, saltando sobre sus pies para apresurarse hacia ella al ver que intentaba incorporarse.
Llegó a su lado justo a tiempo, porque sus piernas lastimadas se negaron a sostenerla. Marina se sujetó de los brazos de Morris con un gruñido, y no tuvo más alternativa que permitirle volver a sentarla en la cama.
—Tranquila, perla. Anoche desvariabas de fiebre y hoy ya quieres levantarte como si nada.
—No puedo seguir postrada, Morris. Me drena la vida —replicó ella con rabia—. Estar aquí encerrada, en esta cama de plumas, no me ayudará a recuperarme. ¿Aún no regresan De Neill y el viejo lobo?
Morris rió al escucharla. —Anoche te dije dos o tres días, perla. Así que puedes aprovecharlos para ponerte fuerte y estar mejor cuando nos larguemos de aquí.
La muchacha miró hacia la ventana, donde se veía un retazo de cielo que comenzaba a cambiar de color. Morris notó su mueca de impotencia.