Leones del Mar - La Herencia I

Epílogo

De regreso a la casa de placer, los dos bromeando de excelente humor, Marina le pidió consejo a Dolores, y se sentaron té por medio a conversar en la recámara de la muchacha. Marina no se anduvo con rodeos: no creía que pudieran descubrir el paradero de Castillano antes de que lo condujeran a tierra, y entonces la única forma de llegar a él para liberarlo sería la violencia o la astucia.

—Y tú prefieres evitar la violencia —terció Dolores.

—Siempre que sea posible. Eso significa que preciso hallar una forma de verlo, y al menos una oportunidad de hablar con él, en territorio español. El peligro radica en mi completa ignorancia de vuestros usos y formas. Me delataría de inmediato, lo cual podría costarle la vida al capitán.

Dolores sonrió de costado, una sonrisita ladina que sorprendió a la muchacha.

—Déjamelo a mí, perla. Mas precisaremos tomar ciertas precauciones. Y eso significa sembrar un rastro que debe comenzar aquí mismo, en Maracaibo, para que quienes nos reciban en Veracruz no puedan cuestionarlo.

Marina no ocultó su sorpresa. —¿Nos, señora? ¿Pretendéis acompañarme?

—He pasado mi vida sometida a los caprichos de estos hombres, perla. No me atreví a aceptar la ayuda que me ofreciste y eso sólo me trajo más humillación y dolor. Es hora de atreverme a buscar un poco de reparación para mi maltratado orgullo. Y ayudarte a rescatar al capitán es la ocasión perfecta de volver en su contra las reglas que me obligaron a seguir. Llévame contigo y te prometo que tendrás una oportunidad de salvarlo.

La muchacha asintió entusiasmada.

Mientras ellas hacían planes, las mujeres de la casa tomaron a Marina de muñeca. La bañaron, la perfumaron y la vistieron. La calzaron con sandalias que tenían lienzos de suave lino en los fondos, para darle alivio a sus pies que aún no terminaban de sanar. Le rodearon la cabeza con una banda de seda blanca que disimulaba su cabellera rapada y despareja, y en la banda cosieron pequeñas gemas de fantasía, dándole un aire gitano que le sentaba de maravillas a su belleza mediterránea. Morris fue proclamado portador oficial, y Marina lo tuvo de aquí para allá, cargándola dondequiera que pedía ir.

Laventry se quedó de una pieza cuando se dignó a bajar de su recámara, la mejor de la casa, y encontró a Marina en la cocina, mondando vegetales para el almuerzo con las mujeres, riendo y sin rastros de fiebre. Apenas asomó la nariz, la muchacha lo hizo lavarse la cara con agua fría hasta despabilarse, lo sentó a la mesa con ella y le expuso la idea de Dolores.

Como primer paso de su plan, la española recuperó su vestido, aunque no sus joyas, y dejó la casa pasado el mediodía con su dama de compañía. Media docena de hombres de Laventry la escoltaban, todos bien conscientes de que desviarse tan siquiera un paso de sus órdenes les costaría la vida.

Morris la acompañó hasta la puerta. Besó su mano y encontró sus ojos verdes por última vez, resistiéndose a dejarla marcharse. Ella inclinó la cabeza para saludarlo y le sonrió antes de darle la espalda.

Harry volvió poco después con noticias alentadoras para todos. No sólo estaban reuniendo un botín que superaba las expectativas. Además, Dolores y su dama se habían sumado a los prisioneros importantes en la gobernación, y al parecer nadie ponía en duda que hubieran pasado la noche ocultas en el sótano de su residencia, hasta que una partida de saqueadores las descubriera y las condujera allí.

A media tarde, Laventry vio pasar a Morris con Marina en sus brazos y les hizo señas de que se les sumaran en el salón principal, donde él bebía con otra media docena de filibusteros.

—Ven, pequeña perla, siéntate aquí conmigo, que anoche el español me refirió un cuento interesante.

Morris rodeó la mesa de los piratas y sentó a Marina en un diván a pocos pasos.

—Tú dirás, Almirante —sonrió ella.

Antes de que Laventry pudiera quejarse por el mote, a los piratas les gustó y lo celebraron, repitiéndolo. Y a Laventry no le quedó más alternativa que aceptarlo, porque se le pegó por muchos años.

Esa tarde en la casa de placer, giró en su silla hacia la muchacha y la enfrentó muy serio. —¿Es cierto que hundiste dos fragatas de la Armada en una sola batalla, y luego dañaste otra, sólo con tus hombres y el Espectro?

El único sonido que siguió a su pregunta fueron los pasos precipitados de uno de los piratas, que corrió a llamar a todos los que estaban dentro y fuera de la casa para que escucharan el relato. En el silencio atónito que llenó el salón, Marina se ruborizó y bajó la vista. Laventry vio la risita que Morris intentaba disimular y meneó la cabeza.

—¡Lo hizo! —exclamó Harry—. ¡Cuerpo de una gran ballena, el maldito español dijo verdad!

De pronto todos se atropellaban para hacerle preguntas, mientras el salón se atestaba de gente.

—¿Tres fragatas?




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