Leónidas ha muerto y mi cuerpo no puede soportarlo. He dormido tantas horas que ya ni recuerdo cuándo fue que lo enterraron. Mi padre vino a verme, pero se marchó después de esperar veinte minutos tras la puerta. No tengo fuerzas, me siento muy débil y cansada. El corazón me pesa y mi alma me va dejando de a poco. Es mejor así. No puedo obligarlo a quedarse. No puedo condenarlo a vivir en un cascarón que pronto se secará y la tierra sepultará. Son en estos últimos momentos en los que me atormentan tantos recuerdos. En todos está él y en cada uno lo veo sufrir. Llora, grita y cae de rodillas ante mí. Tengo bien merecido este castigo, y sin reclamar aceptaré un último tormento antes de unirme a él.
-Vas a dejarme, ¿verdad? - rompí el silencio mientras empacaba sus cosas.
-Solo es un viaje de la escuela, Isabel. – Tenía una taza de café en las manos y soplaba sobre ella sin mirarme a la cara.
Metí la última camiseta y cerré la mochila. Antes de entregársela, con mucho cuidado escondí su pulsera roja en mi bolsillo. Él me lo negó, pero yo sabía que jamás lo volvería a ver. Podía reconocer que él finalmente se había dado por vencido.
-¿Me escribirás apenas llegues? - pregunté interpretando mi papel.
- Claro, en cuanto lleguemos al hotel, lo haré. – las lágrimas me vencieron y empezaron a caer lentamente. Llegué hasta él y lo obligó a mirarme.
Aún recuerdo su rostro, éramos como dos espejos. Tan rotos y miserables por dentro y fuera. Nuestros mismos ojos café botaban el dolor de un amor no correspondido. Él me amaba y yo a él. El daño estaba en que lo nuestro nunca pudo ser. El destino nos hizo compartir un lazo que nos ataba tan fuerte y que, debido a ello, nunca pudimos amarnos libremente.
-Joven Leónidas, el autobús ha llegado por usted. – dijo María, quien nos esperaba en la entrada de la habitación. Nos miraba con lástima, pero sin sorprenderse de nuestra cercanía. Ella lo descubrió antes de que nosotros lo hiciéramos. María pudo entender lo que yo nunca me atreví a aceptar. Y sé también que todas las heridas que le causé a su hijo nunca me perdonará.
Leónidas, como el chico noble y sensible que era, se acercó a ella y la abrazó mientras le confesaba lo mucho que la quería. Él nunca lo supo, pero no solo se despidió de la mujer que lo cuidó por tantos años, también lo hizo de su madre, aquella que, según las tantas historias de nuestro padre, murió trayéndolo al mundo.
-Déjanos un minuto a solas, María. - en cuanto ella se marchó, Leónidas cerró la puerta y se acercó nuevamente a mí. Lo que vi en sus ojos en ese preciso momento, se convirtió en el fuego que incineró mi pecho cada día de mi existencia. Vi esperanza. El amor de mi vida, al cual había destrozado con mis rechazos tantas veces, tuvo un último gramo de fe en mí.
-Ven conmigo. Por facor, Isabel. - susurró sobre mis labios. Nuestras mejillas mojadas chocaron entre sí cuando lo besé por primera vez. Le di el beso más profundo que jamás había dado, ese que siempre le negué y que, a otros frente a él, se los permití.
Memoricé su sabor tanto como pude, me impregné de su olor tanto como quise y luego me permití soltarlo.
-Adiós, Leónidas. – le dije con la voz entrecortada. Me miró unos segundos y luego asintió con la cabeza. Cogió su mochila y salió de la habitación.
Pasé mis dedos sobre mis mejillas intentando borrar los rastros de las lágrimas y luego fui detrás de él. Mi padre lo abrazó y besó su mejilla. El chofer tocó el claxon y Leónidas caminó hacia el autobús de la escuela, pero justo antes de que subiera grité su nombre.
-Vas a escribirme en cuanto llegues al hotel, ¿verdad? – pregunte una última vez.
-Claro, apenas llegue lo haré. - la mentira no le salió tan bien esta vez y no fui la única que lo notó, pues María empezó a sollozar mientras mi padre la consolaba sin entender su inesperado llanto.
Aunque me desgarró reconocer que esas palabras falsas fueron nuestra despedida, soportaría mil desgarros más para que ese mensaje nunca hubiera llegado.
El impacto de la caída apenas se oye, las pastillas ruedan por el piso y falta muy poco para que mis ojos se cierren completamente. La última mirada que me dedicó a través de la ventana de aquel autobús aparece en mi mente y con ello, mi alma finalmente me abandona y solo así dejo de respirar.
Leónidas Murillo murió un 22 de mayo. El cuerpo encontrado sin vida yacía sobre su cama, en una mano sostenía un frasco de pastillas y en la otra, su teléfono.
Isabel Murillo murió un 29 de mayo. El cuerpo encontrado sin vida yacía sobre su cama, en una mano sostenía su teléfono y en la otra, una pulsera roja.