Letal-shot Remake

Romulus

Algo no tenía sentido: “A ellos no les gustan los enjambres”.

¿A qué se refería Neri? ¿O acaso fue solo una coincidencia que las ratas atacaran a las mariposas por su vulnerabilidad?

Seguíamos cruzando por Insurgentes hasta llegar al centro comercial. Por supuesto, no esperábamos que las puertas estuvieran abiertas de par en par; la única entrada estaba en el segundo piso del estacionamiento.

—No hay tiempo que perder… —dijo Hunter, calculando la probabilidad de que sobreviviéramos a su plan improvisado.

Mientras vigilaba el perímetro, esas preguntas me distraían.

—Yetzel, vas tú primero.— Ordenó Hunter con la naturalidad y como si no fuera nada; Sin preguntarme, me agarró por el pecho y el pie izquierdo, y me lanzó hacia el balcón.

Sentí el vértigo en la frente apenas vi el filo del balcón. La sensación de pasar de cero a siete metros sobre el suelo terminó cuando aterricé rodando, dentro del balcón.

Hunter no dudó en repetir la hazaña con el siguiente desafortunado. El Arquero se quedó tan sorprendido que empezó a dudar si Hunter era un Droit… o un psicópata con demasiado tiempo libre.

Esto no le pareció buena idea a Alberto, tanto que estaba apunto de echarse a correr. Pero antes de que pudiera dar un paso, Hunter lo agarró por la camisa y lo lanzó con tanta fuerza que parecía que lo hizo solo para molestarlo.

—¡No siento la espalda! —exclamé, apenas levantándome del piso.

Pero antes de poder recuperarme, vi a Alberto volando hacia mí abriendo los brazos; aterrizando encima de mí volviendo me a dejar sin aire.

—¡No sabía que me querías tanto! —dijo con una sonrisa boba, completamente encima mío.

—¿Ah si?, Creí que nunca te darías cuenta... Pendejo— Le dije con un seco sarcasmo y lo empujé con toda la fuerza que pude.

Hunter, mientras tanto, saltó y aterrizó intacto en el balcón como si nada hubiera pasado.

—Sigamos— dijo con absoluta indiferencia, casi como si acabara de lanzar un par de almohadas en vez de personas.

Mientras tanto, Luis estaba revisandose el codo, ya que se lo había raspado y el Arquero solo reía por la adrenalina.

—Hunter, si puedes entrar al sistema, enciende solo las luces de los pasillos y los locales. Ni se te ocurra encender las luces principales ni las de afuera.— le ordené, aún sobándome la espalda.

Hunter examinó el lugar mientras canalizaba las luces de la plaza.

—¡Hunter; de paso, vete a la chingada! —le gritó Alberto desde el suelo.

Hunter solo respondió con el dedo de en medio y una sonrisa apenas perceptible.

Entramos al centro comercial. A unos pasos, las luces se encendieron.

Era exactamente lo que temía: cada tienda estaba saqueada. Juguetes, aparatos eléctricos, televisores, ropa… todo estaba regado.

Bajamos un piso al supermercado. Allí todavía quedaba comida. Poca, pero suficiente. El alcohol había desaparecido, como si se lo hubieran tragado los fantasmas del lugar.

Al menos había agua y jugos. Llené mi mochila con todos los pastelitos de chocolate que encontré y guardé algunos en un refrigerador. Estaba seguro de que volvería por ellos…

Mientras tanto, seguía dándole vueltas a la cabeza: analizando al enemigo, a los enjambres, a las mariposas. Eché todos los insecticidas que encontré en un carrito, casi como un acto compulsivo.

Al poco rato llegaron todos con provisiones.

—Necesito averiguar algo— les dije—Los veré en la pista de hielo.

Luis, generoso, me extendió una bebida energética. Se la agradecí con un gesto y continué empujando el carrito hasta la planta alta.

Desde allí, observé el panorama: las calles ya eran irreconocibles. Rompí el seguro de los insecticidas, uno por uno, y los lancé hacia la calle.

Al principio, nada. Las primeras cinco latas rodaron sin provocar ni un susurro. Pero seguí arrojándolas, hasta que el sonido de los envases rodando empezó a alterar el aire.

Fue entonces cuando lo vi. Un infectado se abalanzó sobre un labrador y lo azotó contra el cofre de un auto. Otros dos lo sujetaron mientras lo devoraban vivo.

Escuché los chillidos desgarradores del perro.

—Hunter, mátalos —le ordené.

Hunter los derribó de un par de tiros certeros, pero el perro apenas respiraba, aún sollozaba por cualquiera que fuera un amigo.

—Hunter… por favor —le dije en voz baja. Y él entendió.

Las latas no habían funcionado. Miré a lo lejos, donde las mariposas aún aleteaban, confundidas. Igual que yo.

Me pregunté cómo iba a llegar hasta mi madre. Cómo empezar siquiera… El tiempo se me escurría entre los dedos, y no sabía nada del enemigo.

Quizá estaba buscando excusas para no ir a buscarla, porque en el fondo… sabía que ya estaba muerta. Si fue a rescatar a ese imbécil, seguro lo está.

Estaba convencido de que podía acabar con esto ahora pero algo me sacó del trance. cerca, en la gasolinera, sonaba una pelea.

Eran infectados peleando entre sí, lo cual era inusual; mientras un puñado de ratas se lanzaba sobre uno de ellos.

—No mames, no tengo latas —murmuré, empujando el carrito como si fuera un escudo improvisado.

Cuando la pelea terminó, dos infectados yacían en el suelo, devorados por las ratas. Pero había entendido parte de ellos.

—Se están comiendo entre sí… —dijo Hunter, con un tono que sonaba casi curioso.

—Están matando a los menos aptos —le respondí en voz baja. —Van a limpiar las calles, pero los que sobrevivan serán más fuertes.—

Hunter asintió, serio.

—Tenemos suerte de que los insectos no puedan contraer el virus —añadió—. Si lo hicieran, los únicos que dominarían serían los Droits.

—Creí que el virus atacaba cualquier forma de vida… —murmuré, mirando los árboles intactos.

—Hunter… si los Droits quisieran, ¿crearían un virus para acabar con los humanos?

La frialdad en su voz me heló los huesos.

—No necesito de un virus para acabar contigo —me respondió.




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