Los comienzos nunca suelen ser fáciles, y este tiene mucho de eso porque, cómo contarles lo que soy y quién soy, cuando tantas veces me hice esas preguntas en la oscuridad de mi habitación. Supongo que al ser esto una autobiografía donde les mostraré un poco de mí, creo que debo comenzar haciendo lo que suelen hacer los escritores, desnudar el alma para vestir con letras este corto relato de mi vida y así presentarme formalmente ante ustedes, que están allí, leyéndome, apoyándome, y lo más importante, creyendo en mí y en lo que ni yo misma sabía que podía hacer, y aquí les contaré sobre eso, pero comencemos por el inicio básico de una presentación.
Soy, Juliceli Torres, July para todos y Julieta para mis amigos cercanos que suelen bromear así porque, a pesar, de mostrarme seria y algo cerrada, soy una romántica empedernida por dentro, y creo que lo han notado en mis letras, ya que decidí el día que descubrí que podía escribir, que crearía historias de amor como esas que no viví, con un hermoso final feliz.
Vine al mundo un catorce de enero de mil novecientos setenta y nueve, en Caracas, Venezuela; un país situado al norte del sur con bellezas naturales que te dejan sin aliento. Como habrán sacado cuentas, tengo cuarenta y cinco años y una hermosa hija de doce que es mi motor, mi empuje y mi razón de vivir.
Al mirar atrás, cierro los ojos y recuerdo como si aún estuviese allí, a esa pequeña niña de cuatro años que fui, acostada al lado de mi madre, con ella contándome no uno, ni dos, sino varios cuentos antes de dormir, que me hacían imaginar princesas, lobos feroces y un trío de cerditos intentando derrumbar una casa, mientras soplaban y soplaban. Todo eso acompañado de sonidos especiales y voces particulares que dibujaban sonrisas en mi cara, haciendo imposible que me durmiera porque quería más cuentos y ella lo sabía, a veces se quedaba dormida primero que yo, pero entendía que lo disfrutaba tanto que era una forma de darme amor. Por ella, a quien perdí cuando cumplí dieciséis años, marcando un antes y un después en mi vida, aprendí a amar las letras.
Siempre se empeñó en que leyera, amaba que lo hiciera y por eso un buen día cuando cumplí cinco años, un hermoso libro de terciopelo rojo llegó a mí, se trataba del cuento de Aladdín, el primer regalo que me hizo amar el olor de las hojas de un libro.
Un olor que se convirtió en mi mejor compañía, no había mejor cosa que leer, reír y soñar, a través de las letras. De pequeña, mientras leía Mafalda, porque era y soy, una gran fan, nunca imaginé que los libros se iban a convertir en el gran escape de mi vida, ese que hasta ahora sigue allí, dándome aliento, llevándome a volar lejos, acompañando mi soledad.
Al ser hija única de mi madre, no crecí en compañía, veía a mis hermanos paternos de vez en cuando, así que fui muy solitaria, eso me hizo algo retraída, tanto que hasta el sol de hoy me cuesta hacer amistades, aunque conseguí a los mejores amigos del mundo que con los años se convirtieron en mi familia, pero de eso hablaremos después.
A medida que crecía me apasionaba no solo la lectura, sino la música, era feliz, tuve una hermosa infancia, perfecta, mágica, hasta que ocurrió lo de mi madre y todo lo seguro, todo lo bonito, todo lo perfecto se fue con ella en esa mañana de mayo donde me tocó crecer de golpe y encerrarme más en mi soledad. Desde allí, me volví una obsesa de los libros, eran más que un escape, eran una necesidad y así pasaron los años, hasta que pasó la rebeldía, y llegó la universidad, donde estudié Educación Especial y conocí a dos increíbles personas a quienes llamo, mis ángeles en la tierra.