Let's Play.

Trece

FUERA DE BASE

Hay que jugarse el todo por el todo.

 

No, corrijo, ambos hicieron un trato luego de encontrarnos por eso.

Esa pequeña frase se repetía una y otra vez en mi cabeza mientras trataba de asimilarla. ¿Cómo, en la tierra verde de Dios, Zach y Drake han salido vivos de las manos de mafiosos experimentados y sin un solo rasguño? Bueno, sin un rasguño a mi vista.

—Muñeca, ¿estás bien? Te ves pálida —comentó Drake, sacudiendo mi brazo.

Sacudí mi cabeza.

—¿Qué diablos? —Inquirí, más susurrando que gritando.

Estaba ridículamente anonadada. ¿Mi padre y su peor enemigo haciendo tratos? ¿Luego de saber que robaron? ¿Qué les robaron? ¿Y aun así estaban vivos? ¿Completamente? ¿Sin siquiera un rasguño? ¿Por qué?

—Sip —dijo el rubio, haciendo una mueca.

Entrecerré mis ojos en su dirección. Había algo, además del hecho de que ambos hermanos Anderson estuviesen respirando, que no entendía.

—¿Por qué me cuentas todo esto así por así? —Pregunté, curiosa y en estado de alerta, lo cual era ridículamente absurdo ya que debí estar en ese estado muchísimo tiempo antes.

Mi cerebro se estaba comportando de una manera que desconocía totalmente y eso no me estaba gustando para nada. El rubio me observó y me dio una sonrisa triunfante.

—¿Tú qué crees? —Inquirió. Me quedé fría—. Sé que no eres Larissa Sage, cariño. Eres Arabella Ross. Mi padre te contrató para proteger el culo de mi hermano y, por ende, el mío aunque él no lo sepa —soltó arrogante.

Suspiré y me froté mi cara. Lo que faltaba. Literalmente llevaba un día y medio en una maldita universidad y se había revelado mi identidad. ¡Perfecto!

—¿Cómo? —Pregunté. Realmente quería saber. ¿Yo había cometido alguna falla en la misión? ¿Había sido demasiado obvia? ¿No había entrado en mi papel de loca universitaria cómo debía?

Él se rió entre dientes.

—No fue tu culpa. A mi mamá se le da terrible mentir y mi papá es un desordenado espantoso. Cuando mi mamá dijo lo de Arabella Ross y luego trató de taparlo fue todo lo que necesité para investigar el nombre. Mi papá tenía tus papeles de identidad en su escritorio mezclado con los documentos del negocio —se encogió de hombros—. Fue fácil.

Me dejé caer en el respaldar del sofá.

Fue fácil —repetí, sarcástica.

La peor parte de todo esto es que me estaba imaginando la figura de Harrison justo ahora. Sus aletas nasales abriéndose y cerrándose llegando al punto de su frustración y su mano encima del puente de su nariz mirándome con muchas, demasiadas, ganas de matarme. Si sus manos solo pudiesen estar alrededor de mi cuello y él estuviese justo aquí... adiós vida.

Esa situación no sería para nada lindo.

—¿Entonces por qué si sabes mi nombre y de seguro mis habilidades sigues hablándome como si nada teniendo en cuenta que puedo matarte en menos de lo que cuentes dos? —Me acerqué más a él con intención de intimidarlo.

Mi intento de intimidación pareció funcionar... Por dos segundos antes de que entrecerrara sus ojos y luego me sonriera como si yo fuese el jodido chiste del año.

—Porque sé que no desafiarías una orden directa —respondió.

—¿En serio? —Solté burlonamente.

—Cariño, puedes ser insubordinada, grosera, sarcástica todo el maldito tiempo e incluso contestona, ¿pero desobediente? Nah. No lo creo —se encogió de hombros—. No eres esa clase de chica que rompe ese tipo de reglas.

Me eché para atrás. El maldito idiota tenía razón. No era una adolescente normal. Harrison me daba órdenes y yo las cumplía. Fin de la historia. Jamás se me cruzaba por la cabeza dudar por un segundo de Harrison o siquiera desafiarlo. No estaba en mis planes y, dado a que él protegía mi espalda todo el jodido tiempo, lealtad era lo mínimo que le podía ofrecer.

—Pero si puedo echar por tierra mi identidad —murmuré para nada contenta.

—Preciosa, de verdad no hiciste nada mal —tomó mis manos y las cerró con las suyas. Un acto realmente cariñoso, en mi opinión—. Realmente me tenías atado a tus ovarios —reí—, bueno, a mí y a mis hermanos. Maldición chica, eres una jodida espía y si mi madre no hubiese cometido ese pequeño desliz jamás me hubiese enterado de que tú eres una niñera.

Resoplé. Realmente estaba empezando a odiar esa palabra. Niñera. Un escalofrío recorrió mi espalda. Sí. La odiaba.

—No soy niñera —reproché.

Drake puso los ojos en blanco, soltó una carcajada y me soltó mis manos.

—Si eso te hace dormir mejor por las noches...

El teléfono desechable vibró en el interior del bolsillo de mi pantalón interrumpiendo la respuesta ingeniosa que le tenía a Drake. Gemí. Perfecto. Mi día no podía estar poniéndose mejor. Con extrema lentitud, lo saqué y contesté.

—Sabes lo que quiero —escuché la voz de Harrison.

—Caracoles y salchichas —dije.

Drake emitió una pequeña risa. Aquella frase era un pequeño código de emergencia que estaba muy segura de que Harrison sabía interpretar, aunque, pensándolo bien, no creía. Jamás la había utilizado en toda mi vida, pero Harrison era astuto.

Se oyó un siseo en la línea.

—Jodida mierda, Ekaterina, ¿qué pasó?

—¡No fue mi culpa! —Chillé.

—¿Y esperas que te crea? —Se bufó él.

—Jamás había pasado —recriminé—. Qué poca confianza tienes en mí.

—Ekaterina, harías todo lo humanamente posible para salirte de esa misión. Arriesgar tu identidad sería lo bastante humanamente descabellado, pero lo harías.

Rodé mis ojos.

—¿Recuerdas que dije que había estado resuelto el pequeño problemilla con la señora Anderson y mi identidad?

—Sí —cortó, tajante.

—Pues resulta que Drake estaba a mí lado en ese preciso instante y, pues, no es tan idiota como pensé que sería —le di una mirada divertida al rubio y él me la devolvió—. Ató cabos.




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