OPERACIÓN: RESCATE II
Todo juego aspira a la categoría de guerra
Había escuchado que La Amenaza tenía la manía de conservar las cabezas de sus víctimas para su satisfacción personal, y si no empezaba a moverme rápido, iban a tener la mía.
Ellos estaban en las grandes ligas, por lo que esperar a que el contrincante diera el primer paso no estaba en su guión. Ninguno era orgulloso. Eran calculadores, inteligentes, pero el primer error que cometieron conmigo fue aferrarse al sentido común, creyendo que una sola persona no iba a poder con doce. Sin embargo, me encontraba molesta, estresada, cansada y con las ganas suficientes de incendiar este maldito lugar hasta que colapsara luego de que sacara a mi mitad de aquí.
Así que disparé. Me aproveché de su confianza y barrí a tres con disparos certeros en sus cabezas, dejando que su propio peso muerto los arrastrara hacia el piso. Con eso, desaté el infierno. Las voces de las escorias encerradas se hicieron más atorrantes, los golpes contra los barrotes más intensos, el pitido de las alarmas más vigoroso.
Tres de nueve imbéciles se me lanzaron encima, impidiendo que siguiera disparando. Uno de ellos pudo tomarme de la muñeca con fuerza, quitándome el arma, deslizándola fuera de mi alcance, dándole la oportunidad al otro de encasquetarme un golpe preciso en toda la boca del estómago, dejándome sin aire y cayendo al suelo de rodillas, jadeando por oxígeno.
—Pensé que serías merecedora de relucir en mi vitrina, pero veo que solo fue suerte —se burló uno de ellos, tomándome del cuello, apretando con ahínco—. Una lástima. ¿Algo que quieras decir? Puedo ser benevolente y dejárselos saber a tus amiguitos de arriba.
Ni aquí ni así voy a morir.
Entonando aquello en mi cabeza, rabiosa, saqué las dagas escondidas en mi chaleco de un veloz movimiento con el poco aire que logré retener, divisando todo rojo. Agarré las dagas con fuerza, sintiendo su mango frío y liso contra mis palmas sudorosas y las introduje con fuerza en ambos ojos, aguantándome el asco que se impregnó en mí al tener salpicaduras del líquido rojo y espeso alrededor de mi cara, para luego sacar las dagas de golpe.
—¡Maldita! —Gritó el hombre, soltando mi cuello para llevar sus manos a sus dos órganos faltantes, permitiéndome respirar—. Eres...
Su discurso quedó a la mitad cuando le tajé el cuello, bañándome con aún más sangre. Rodé a un costado con su cuerpo encima del mío al ver de reojo que los demás se movían hacia mí. El cuerpo inerte del imbécil recibió la mayoría de los disparos, permitiéndome recuperar el aliento.
La tierra tembló bajo mis pies al levantarme de golpe, yendo por más, evitando los siguientes tiros, escondiéndome detrás de una roca gigante que no iba a resistir tanta cantidad de balas si seguían disparando de tal forma.
Dos.
Si tardaba más y se seguía así, estábamos jodidos, por lo que el apremio y la ira alimentaron todos mis movimientos, empujándome a superar cualquier obstáculo en mi camino. A mi derecha, la punta de la ametralladora se hizo visible, dándome justo lo que necesitaba. Rápidamente la tomé, jalé hacia adelante y clavé la daga en todo el estómago del siguiente imbécil, para luego sacarla y clavársela en la garganta.
La vida saliendo de sus ojos era algo alentador de ver, pero no me quedé ahí. Dos más venían detrás de él, así que salí e hice la misma coreografía, feliz de ver sus cuerpos chocando contra el suelo, mientras se atragantaban con su propia sangre. Sin embargo, pese a que contaba con menos imbéciles a mi alrededor, había quedado atrapada en un círculo que los cinco hombres restantes de Foster habían armado.
Sonreí al verlos a todos apuntándome con desprecio y fiereza.
—No tienes cómo escapar de esto —habló uno de ellos que ni me digné en detallar.
Los repasé a todos, y con la respiración entrecortada, asentí.
—Tienes razón —dije, alzando las manos, dándome por vencida—. No tengo cómo escapar.
Mi sonrisa se hizo más grande al ver ese pequeño atisbo de duda en sus ojos cuando clavé la mirada en él. Eso fue lo que me bastó para lanzarme hacia él, entrelazar mis piernas en su cuello, dejándolo en el piso de un solo golpe. Mis dagas entraron y salieron rápidamente de sus costados, comenzando otra pelea.
No perdí tiempo en buscar o recoger armas del suelo, y los demás no perdieron tiempo en seguir disparándome al ver cómo evitaba cada uno de sus tiros. Molestos, dejaron caer sus pistolas, creando un combate cuerpo a cuerpo. La lucha fue brutal, cada movimiento calculado para infligir el máximo daño. El sudor goteaba de mi frente mientras frenaba sus ataques, mi daga brillando en la tenue luz de la fosa. Me dolían los brazos, me dolía la respiración, pero me negaba a ceder. Arabella se iría conmigo de aquí hoy.
A pesar del dolor y el agotamiento, me impulsé hacia adelante. Cada golpe que lanzaba era una manifestación de mi desesperación y determinación. Mi mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, buscando puntos débiles en los ataques de mis enemigos, anticipando sus movimientos.
Uno de ellos lanzó un golpe que esquivé por poco, contraatacando con una daga que se hundió profundamente en su pecho. Aproveché el momento de su dolor para girar y golpear al siguiente imbécil con el mango de la otra daga, dejándolo aturdido. Sin darles tiempo para recuperarse, me lancé sobre el tercero, utilizando todo el impulso para derribarlo y clavarle la daga también en su pecho.
La lucha era encarnizada. Estaba sola contra hombres entrenados, pero mi furia y mi deseo de sacar tanto a mi escuadrón como a mi mitad de aquí aumentaban la fuerza que corría por cada centímetro de mi cuerpo. Cada golpe tenía un propósito, una misión que no podía permitirme fallar.
Al hombre que dejé aturdido logró sujetarme por detrás, su brazo fuerte presionando contra mi garganta. Volví a sentir como el aire empezaba a faltar, pero me negué a caer. Con un movimiento rápido, clavé la daga en su muslo, obligándolo a soltarme. Giré sobre mis talones y lo empujé, haciéndolo caer contra el piso, clavando la otra daga en su cabeza con esmero, matándolo al instante.
Editado: 09.10.2024