Let's Play.

Sesenta y ocho

AJUSTE DE CUENTAS

Jugaron para ganar, pero ahora yo juego para vengar

Caminar por la plaza con una Kendall muy contenta guindada en mi brazo, un nuevo corte de cabello y mi ropa usual que se limitaba en consistir de mis vaqueros de camuflaje azul oscuro, camisa negra de mangas cortas y mis, por fin, botas militares, sorprendió a muchos. No fueron muy listos en disimular las miradas, y Kendall no tardó mucho en darse cuenta de que me estaban incomodando. Ella soltó una retahíla de palabras coloridas y efectivas a cada persona que tenía su par de ojos clavados en mí. Esas palabras terminaban todas en lo mismo: que se metieran todos en sus putos asuntos.

No culpaba a ningún soldato por mirarme como si fuese una nueva adquisición de un circo, juro que no, pero aunque no lo mostrara, cada una de esas miradas me hacía sentir como si estuviera bajo una lupa, expuesta y vulnerable. Así que sí admito que me reí cuando todos dejaron de prestarme atención gracias a Kends. En ese momento, sentí una efímera mejoría, como si el mundo se hubiera vuelto un poco menos hostil, aunque solo fuese por unos segundos.

Habían pasado treinta y dos días desde el rescate y cincuenta y nueve días desde ese fatídico día de la salida en donde todo se vino abajo. Es decir, casi dos meses sin pisar el búnker que conocía como baticueva. Cada día, cada hora, cada momento que pasé fuera de la seguridad que me brindaba el edificio lo sentí como una eternidad espantosa y jodida. Aún así, Kendall me había resumido cada cambio, pelea y encontronazo que se había tenido en esos meses en cuestión de dos horas. Fue abrumador, pero divertido y necesario.

Cada cosa que me soltaba, cada palabra y chiste o cotilleo que profería, sanaba mi alma rota, aunque fuera solo un poco. Pero también abría nuevas grietas. Sabía que las cosas para mí no volverían a ser las mismas. No volvería a ver las cosas como normalmente lo hacía. Sabía que iba a tener mis golpes emocionales porque, en la última hora que había estado con Kends, lo único que hice fue llorar hasta quedarme sin lágrimas, tratando de soltar aunque sea un poco de ese puto martirio que cargaba con cada sollozo que di.

Sin embargo, no podía enfrascarme en eso, y lo sabía. Lo último que quería recordar era todo el tiempo que pasé en el infierno porque de eso se encargaría la noche cada vez que cerrara los ojos tal y como lo venía haciendo desde que toqué la cama vacía para dos de la habitación que compartía con mi espécimen.

Desde el día uno, esas noches habían sido el complemento de mi verdadero tormento. Ahí las pesadillas que había sufrido se reproducían una y otra vez, siendo las mismas todo el tiempo: los ojos grises repletos de dolor, los gritos ahogados de desesperación que me desgarraban por dentro, el tintineo incesante de las cadenas cada que él se movía furioso, mi dolor aplastante... Era como ver una película rota. Eso era lo que me atormentaba sin descanso, transformándose en látigos que azotaban mi mente sin atisbo de piedad alguna.

Por eso, aproveché la momentánea distracción que Kendall me estaba brindando. Aunque lloré la mayoría del tiempo, cada cosa que soltó, cada palabra que pronunciaba, era como una chispa en la oscuridad, construyendo poco a poco lo que quedó de mí, haciendo espacio para las próximas emociones y experiencias que iba a tener a partir de ahora.

Sabía que sería una reconstrucción dolorosa, pero una tortura necesaria.

No dudaba que iba a tener más emociones fuertes en las siguientes horas, pero por los momentos, me concentré en lo bien que se sentía subir los escalones de dos en dos con otra cosa que no fueran esas espantosas pantuflas que Justine me había dejado para curar los cortes y rasguños en las plantas de mis pies. Lo agradecía, sí, pero joder, ¿no había otro puto color que no fuese ese rosa pálido de mierda?

—Juro que amo y extrañé mis putas botas —gemí, llegando a la puerta cerrada de la habitación que conocía bien.

—Gracioso cuando antes ni las querías ver —rió mi mejor amiga.

—Yo no era yo, así que no jodas.

—Cómo digas —resopló ella, tomando el pomo de la puerta—. ¿Estás lista?

—Kends, ¿estás segura de...?

—Hacen falta risas, Bells. Desde que tú y Rush... —su rostro se contrajo en dolor y me dedicó una mirada cargada de emociones—. Por favor, Bells.

—Yo lo entiendo, Kends, ¿pero esto? —Balbuceé lo más rápido que pude, tratando de borrarle esa expresión de su cara.

Kendall no respondió. En su lugar, abrió la puerta de par en par y me llevó adentro con ella.

Entrar a la sala de comandos y notar los cambios que había sufrido fue un choque. Tanto bueno como malo, ya que mi cerebro decidió lanzarme esos vagos recuerdos en donde yo había discutido con Mila los cambios que se iban a realizar dentro de esas amplias paredes. Así que ver ese color azul oscuro junto a los detalles grises que Mila pensó que le darían un ambiente más serio me cerró la garganta e hizo que mis ojos picaran. ¿Por qué? Supongo que quizás fue por el hecho de que el espécimen también estuvo ese día con nosotras, lanzando colores al azar para molestar a su hermana y luego llenarme de besos la cara cuando me reía de cada cosa que salía por la boca de Mila.

Ahora, esos recuerdos eran latigazos en mi mente. Recordar cómo había sido y compararlo con lo que era ahora era como ver dos mundos del todo distintos colisionando. Sabía que no podía derrumbarme, que tenía que seguir adelante, pero en ese momento, el dolor me estaba matando. Y aunque Kendall estaba a mi lado, no pude evitar sentirme, por un segundo, la persona más solitaria del mundo.

Tuve que morder el interior de mi mejilla con fuerza para no caer en un colapso emocional otra vez, ni dejarme llevar por los bonitos recuerdos ya que tenía una actuación pendiente por dar, así que intenté enfocarme en otra maldita cosa como por ejemplo, el silencio que reinó de golpe en la sala de comandos al Kendall entrar conmigo.




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