Let's Play.

Setenta y dos

AGRIDULCE CONFRONTACIÓN

Nada descoloca más que una jugada inesperada en el momento preciso

Tenía que ser una broma de mal gusto. Una maldita broma de mal gusto, porque definitivamente esto no estaba pasando. Él no podía estar frente a mí, de pie en el jodido umbral, luciendo... ¿cómo siempre? Sexy como el infierno, con ese aire de peligro que me hacía doblar las rodillas y... bien. Quitando aquellos cortes en la cara, que habían disminuido su tamaño de manera notoria, el labio magullado, la férula en su mano derecha, más el vendaje que cubría sus brazos tatuados... parecía el mismo de siempre. Jeans oscuros, una camisa negra de mangas cortas que dejaba a la vista las vendas que cubrían esos tatuajes que tanto me gustaban y que habían intrigado a la Arabella del pasado, la cual pasó horas preguntando sobre cada dibujo, cada línea marcada en su piel.

Pero... ¿cuándo le habían dado el alta? ¿Por qué estaba aquí? ¿Qué era lo que quería? Y lo más importante, ¿por qué diablos...?

—¿Puedo pasar?

Su voz volvió a golpearme con fuerza. Tuve que agarrar el marco de la puerta con vehemencia para no caer al suelo y hacer acopio de todas las fuerzas que me quedaban para intentar asentir con la cabeza, moviéndome lo suficiente para darle el acceso que necesitaba. En cuanto lo hizo, su aroma, ese jodido olor suyo, me envolvió, encendiendo ese fuego que arrasaba con mi cordura, quemando partes que solo él encendía en segundos y a las que no le había puesto tanta atención desde que su boca chocó con la mía hace días.

Cerré la puerta lentamente, respirando hondo entre dientes. Él carraspeó y me obligó a girarme, atrapándome una vez más en su presencia. Era casi ridículo cómo el imbécil iluminaba la habitación, estando ahí de pie en todo el centro, intensificando ese aire hogareño de una manera que me impedía respirar con normalidad. Sus labios se movían, estaba hablando y apostaba que lo estaba diciendo debía ser importante, pero mi cerebro decidió apagarse en ese preciso momento. Solo estaba ahí, observándolo como si fuese un maldito extraterrestre, incapaz de procesar nada.

Juré que mi reacción sería diferente. Pensé que al verlo, mi mano volaría directo a su cara, volteándola de una cachetada, o que un golpe en sus bolas sería lo mínimo que recibiría por haber sido un maldito idiota que me había rechazado sin habérselo pensárselo dos veces. Pero no. No había rabia. No había tristeza. Solo... confusión. Alivio por verlo bien, pero una extraña sensación de desconcierto al verlo aquí, frente a mí. Sabía que su lugar era conmigo y mi lugar con él, de eso no cabía duda, sin embargo, se sentía extraño. Forzado, incluso. La tensión en el ambiente no encajaba en absoluto.

—¿Te parece bien?

Su voz me sacó de mi ensimismamiento. Parpadeé con rapidez, intentando enfocarme, y sentí cómo mis mejillas se calentaban cuando sus ojos brillaron con esa chispa de diversión por mi increíble nivel de disociación. Pero tan rápido como apareció, desapareció, y su expresión se volvió fría, casi impasible. Fruncí el ceño ante el cambio repentino.

—¿Qué? ¿Ahora no se te permite tener emociones a mi alrededor?

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas, con un tono ácido que ni siquiera había planeado. Vi cómo la sorpresa lo golpeó, seguida de una pizca enorme de ira contenida que hizo que el aire en la habitación se volviera pesado.

—Princesa —advirtió, su voz bajando una octava.

Oh, joder, no.

Y ahí estaba, al fin. Esa bonita ira que había estado esperando desde el momento en que apareció sin previo aviso, con aires de que no había pasado una semana en constante rechazo, llegó. Llegó con tanta fuerza, que incluso despertó a mi oscuridad, la cual se alzó, observando todo con curiosidad. Dejé que se quedara ahí, en una esquina del lugar. Crucé los brazos, fulminando al idiota con la mirada mientras él hacía lo posible por evitarla.

—No tienes ni un ápice de decencia humana, ¿verdad? ¿Algo de vergüenza, quizás? —Mi tono afilado cortó el aire—. Tienes que tener rastro alguno de eso, por lo menos. O eso, o de verdad eres un maldito imbécil que se aparece aquí, usando un tono de advertencia conmigo porque cree que tiene el maldito derecho de hacerlo luego de que me rechazó y lo continuó haciendo hasta que se aburrió —vi cómo sus manos se cerraban en puños, pero me importaba una mierda—. A mí no me adviertes una mierda, Rush. ¿¡Quién demonios te crees que eres!? —solté sin piedad—. Llegas como si nada, me hablas como si nada, ¡y tienes el maldito descaro de regañarme como si nada! Eres...

—Arabella, solo vengo a hablar —me interrumpió, sin mirarme siquiera.

Parpadeé, incrédula.

¿Hablar? —Repetí, incapaz de procesarlo—. ¿Me estás jodiendo?

—¿Por qué debería...?

—¿¡Acaso estás sordo o qué mierda pasa contigo!? —Exploté, incapaz de seguir conteniendo algo más—. ¿Qué te hace creer que tienes el derecho de venir a hablar conmigo, de siquiera hablar conmigo cuando lo único que has hecho ha sido ignorarme, desplazarme como si fuera un puto jugo que no te gusta? ¡Una semana, Rush! ¡Pasó una semana en la que decidiste aceptar que conmigo no, pero con Adalia sí! ¡Una puta semana! ¡Mientras que a ella se le informaba hasta cuando cagabas, yo tenía que estar preguntándole a Justine por tu recuperación, por como te encontrabas ya que ni tus hermanos querían estar en la misma habitación que esa mujer! ¿¡Y ahora vienes aquí, como si nada, queriendo hablar!?

—Sí —respondió sin más.

Me miró. Apenas por unos diez segundos, pero fue suficiente. Sus ojos por fin chocaron con los míos, y lo que vi no fue remotamente agradable. En ese instante, toda mi rabia se desvaneció como si jamás hubiera existido junto a mis ganas de mandarlo a la mierda. Todo el fuego que ardía dentro de mí se apagó al instante. El dolor que vi en sus ojos era tan profundo, tan devastador, que cerré la boca con un nudo en la garganta. Mordí el interior de mis mejillas, forzándome a respirar hondo para no perder el control.




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