Let's Play.

Setenta y ocho

DUELO

Se juega con la precisión de quien no teme a la derrota, pero, ¿qué queda cuando el precio del juego es más alto de lo que se puede pagar?

Drake

Diciembre, 28

Mi sentido del olfato fue lo primero que despertó, aunque desearía que no lo hubiera hecho. El hedor era tan intenso que sentí como si me abofeteara, obligándome a toser y abrir los ojos de golpe. La cabeza me daba vueltas y el cuerpo me dolía como si hubiera sido golpeado sin piedad, pero ese malestar quedó relegado al fondo de mi mente. El dolor, la fatiga, el cansancio... Todo lo demás desapareció frente al olor, una fetidez tan insoportable que me arañaba la garganta y me apuñalaba los sentidos.

Parpadeé repetidas veces, cegado por la cantidad absurda de luz en la habitación. Era blanca, fría, inhumana. Intenté moverme, pero la cama en la que estaba parecía diseñada para alguien más pequeño. Esta no era mi habitación. No tenía luces tan deslumbrantes, ni máquinas que pitaban con un ritmo constante y monótono, como si marcaran la cuenta regresiva hacia algo que prefería no imaginar.

Mi cabeza quería analizar en dónde estaba, pero otra ola de ese hedor me cortó la respiración, obligándome a enfocarme en una sola cosa: ¿qué diablos era lo que olía tan mal?

Intenté buscar la fuente, pero fue inútil. La luz era demasiado intensa, y gracias a la nula cooperación de mis ojos, todo se veía borroso.

—¿Qué rayos es lo que huele así de...?

No terminé. Una voz profunda, rasposa, cargada de veneno interrumpió mi pensamiento, helándome la sangre con una sola palabra:

—Finalmente.

El sonido me atravesó como una hoja afilada, inundando mi cabeza con una película de recuerdos: Zach y Rush, Kendall, Bells y Rise, disparos, gritos, amenazas... Las alarmas en mi mente se encendieron y por fin entendí en donde, quizás, me encontraba.

Gracias a la voz, mi cabeza giró hacia donde creía que provenía. En una esquina de la habitación, más allá del alcance de la luz, había un rincón oscuro. Un vacío tangible que parecía absorber todo a su alrededor, un vacío que te gritaba que miraras hacia otro lado. E intenté hacerlo. Traté de apartar la vista, pero no pude.

Clavé la mirada, tratando de enfocar, de ver más allá de la nula luminiscencia que tenía ese espacio. Tardé más de lo esperado, pero aun así lo conseguí, y desearía no haberlo hecho. Había sido un error de mi parte. Lo único que quería saber era quién había hablado, pero mientras más miraba, más esos ojos me consumían.

No sé si fue el pitido incesable del monitor cardíaco lo que lo hizo sonreír como si estuviera a punto de despellejar a su presa, o que mi olor a miedo absoluto y paralizante le dio todo lo que necesitaba para disfrutar su papel de cazador, pero eso fue todo lo que necesitó para salir de las sombras con una calma que hizo que mi corazón se encogiera. Se inclinó sobre el extremo inferior de la camilla, sus manos firmes, como si reclamara el espacio.

—Rise —casi que escupí su nombre, odiando cada segundo de cómo no pude disimular el miedo en mi voz.

Su sonrisa se ensanchó. No quería hacerlo, pero entre más tiempo pasaba mirándola, más me daba cuenta que aquello no era una sonrisa, no realmente. Sus labios se habían curvado, sí, pero no había nada detrás de ese gesto. Era un abismo abierto, vacío y hueco, carente de cualquier chispa que alguna vez podría haber sido humana.

Sentí como si me estuviera tragando.

—No hubiese estado oliendo así hace casi dos días. Me hiciste esperar bastante. —Hizo un gesto con su cabeza hacia su derecha, manteniendo ese tono venenoso pero despreocupado en su voz, como si no estuviera haciendo otra cosa que comentar el clima.

Esperé, aunque no estaba seguro de qué. Tal vez de que Rise mostrara una pizca de humanidad, o que algo en su semblante me asegurara de que todo esto era un malentendido. Pero no, bastaron milésimas de segundos para que notara el desconcierto en mi rostro.

—No te preocupes, no fue tanto. Aún así, puede que valga la pena —volvió a señalar algo con la cabeza—. Dame el gusto, Anderson.

Su voz me heló la sangre, pero entonces, muy en contra de hacer lo que él me estaba pidiendo, la curiosidad, o quizás el puro instinto de apartar la mirada de esa sonrisa vacía, me venció. Seguí su gesto con la mirada, aunque cada célula de mi cuerpo gritaba que no lo hiciera. Mi visión todavía era borrosa, pero no lo suficiente para no enfocar lo que señalaba: siete bolsas negras, de distintos tamaños, regadas y apiladas a cierta distancia.

Un escalofrío me recorrió al instante, pero no fue eso lo que me detuvo. Lo que realmente me golpeó fue algo mucho más macabro.

Cuando barrí la habitación para ubicarme, mi mirada se encontró con algo a mis pies. Algo que no debería estar ahí. Algo que no podía estar ahí.

La cabeza de mi hermano.

De inmediato, el aire abandonó mis pulmones, dejándome vacío. Mis ojos ardieron con lágrimas que no se atrevían a caer, atrapadas en un dolor tan desgarrador que mi cuerpo entero se paralizó.

—No... —La palabra apenas salió de mi garganta, rota y ahogada, mientras el mundo se derrumbaba a mi alrededor.

El horror me aplastaba, pero no tanto como la rabia que comenzó a bullir en mi interior. Quería gritar, golpear, arrancarle esa maldita sonrisa de la cara. Pero mis piernas no se movían, mi cuerpo estaba clavado en el lugar, al igual que cada aguja enterrada en mis brazos, por el miedo paralizante que emanaba de cada fibra de mi ser.

Entonces el grito salió de mí, desgarrando cada fibra de mi garganta.

—¿¡Qué hiciste, maldito hijo de puta!?

Intenté moverme, pero cada músculo temblaba con una mezcla de furia y desesperación. Mi cuerpo se negó a obedecer, fijo al lugar como si el peso del miedo, la rabia y la desesperación fueran más grandes que mi voluntad. Mi mente estaba demasiado nublada para pensar en otra cosa que no fuera el rostro de mi hermano.




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