ABISMO CERCANO
No hay salida en este juego; solo queda el dolor de cada movimiento y la desesperación de saber que no hay final feliz
Rush
Traté. Juro que intenté estar ahí para ella. El día en que el apellido Schröder desapareció de mi puta vista, aunque solo fuera por un respiro momentáneo, me encaminé hacia la habitación que solíamos compartir. Aunque, si éramos honestos, hacía tiempo que esa habitación ya no era nuestra. Era de Arabella. Lo único que quedaba ahí de mí era el eco de todo lo que no supe hacer bien.
Iba decidido, con los dientes apretados y toda la convicción que pude reunir, como si con eso bastara para borrar días de distancia y vacío. Era lo que necesitaba hacer. Lo que Arabella merecía, aunque cada paso hacia esa puerta se sintiera como si arrastrara cadenas atadas en los malditos tobillos.
Descarté cada excusa, cada intento de escapar. Me tragué mi mierda. Porque eso era lo que hacías cuando eras un hombre de veintisiete años. Un hombre que, aunque estaba roto, sabía que no podía seguir huyendo de las consecuencias de sus actos.
Llegué a la puerta. Por debajo de la misma me aseguré de que las luces siguieran encendidas. Y sí estaba. Había iluminación, y por un segundo, un estúpido segundo, pensé que eso era buena señal. Como si aquello pudiera arreglar algo. Entonces, abrí de golpe, listo para lo que fuera, y me encontré con la misma maldita nada que había estado sintiendo desde hacía tiempo.
Las luces seguían encendidas, sí. Tal y como ella solía dejarlas antes de salir del baño, pero el resto de la habitación estaba vacía. Ella no estaba. Solo el frío silencio que parecía burlarse de mí.
Entre dientes, respiré hondo. ¿Qué más podía hacer? Me senté al borde de la cama, aferrándome al único impulso que me quedaba contra todo pronóstico: esperar. Porque si no podía hacer nada más, al menos podía estar ahí cuando volviera.
Y volvió. Horas después. Pero no como me lo había esperado.
Arabella llegó dormida. En los brazos de Riden.
Mi pecho se tensó, un dolor sordo que no supe si era rabia, celos o simple miseria. Tal vez las tres. Él también me vio. Por un instante, sus facciones mostraron sorpresa, como si no se esperaba verme ahí. Una pausa, un momento de impresión que se disipó tan rápido como llegó. Porque él, a diferencia de mí, entendía a la perfección qué debía hacer.
La sostuvo con esa facilidad que solo alguien que había estado ahí para ella, realmente ahí, podía tener. Y yo... Yo tan solo observé. Inmóvil, mudo, como el maldito espectador de mi propio fracaso.
Dejé que la acomodara en la cama. Dejé que se encargara, porque ¿qué más podía hacer? Arabella estaba dormida, tranquila, y lo último que merecía era despertarse para ver a un hombre que había pasado semanas fallándole una y otra vez.
«—¿Te vas a quedar? —preguntó Riden, tajante, mientras terminaba de cubrir a Arabella con la cobija. Sus palabras llegaron como un golpe seco, pero no levanté la mirada de ella. Ni siquiera cuando lo sentí girarse hacía mí. Él no esperaba una respuesta, porque ya sabía lo que iba a hacer—. No puedes seguir así, Rush. Ella lo que necesita en estos momentos es estabilidad, y tú no la tienes. Si no vas a ser un jodido adulto que pueda brindarle eso, entonces enciérrate en el laboratorio hasta que juntes toda tu mierda y seas lo que necesita.
Tampoco le respondí. ¿Qué podía decir? Las palabras eran inútiles. Solo lo miré de reojo por un momento, luego volví la vista hacia Arabella. Me enfoqué en su rostro y me obligué a memorizar cada detalle, como si el observarla con detenimiento pudiera darme las respuestas que necesitaba.
Pero solo encontré lo que ya sabía: líneas de tristeza enmarcando su rostro, unos labios agrietados y nariz roja que hablaban de todo lo que había llorado, unos ojos hinchados que incluso cerrados contaban las batallas que peleaba sola. Quise desviar la mirada. Fingir que no lo veía. Pero no pude.
Cada detalle quedó tatuado en mi mente, apretándome el pecho hasta hacerme doler mucho más de lo que ya hacía. Era como si mi cuerpo decidiera acompañar a mi cabeza en esa guerra perdida que llevaba tiempo librando.
Riden salió después de darse cuenta de que no iba a contestarle. Me dejó ahí con ella, como si fuera fácil. Como si la solución estuviera al alcance de la mano y yo simplemente no la viera.
No sé cuánto tiempo estuve así, estático, clavado en el maldito cuarto mientras mi cabeza seguía atormentándome con preguntas sin respuestas. ¿Cómo iba a arreglar esto ahora? ¿Qué era lo que iba a hacer con ella? O, mejor aún, ¿cómo demonios podía ayudarla cuando ni siquiera podía con mi propia mierda?
Cerré los ojos un momento, dejando caer la cabeza hacia adelante. Solté un gruñido bajo. Porque ahí estaba la verdad: no podía. No ahora. No cuando siquiera tenía el valor de sostenerle la mirada sin sentir que le estaba fallando.
Entonces comenzó a moverse. Mi corazón dio un vuelco, pero no fue alivio lo que sentí. No. Fue puro pánico. Sus labios comenzaron a balbucear algo, palabras ininteligibles que apenas rompían en silencio, pero me atravesaron como si fueran gritos.
Mi instinto no fue quedarme.
Fue correr.
Podría mentirme a mí mismo diciendo que luché, que traté de quedarme, de ser el hombre que ella necesitaba. Pero no lo hice. Antes de darme cuenta, ya me encontraba caminando por el pasillo, alejándome de ella.
Un cobarde. Eso era. Un jodido cobarde que no podía sostenerle el peso a sus propias palabras.
Vi a Riden al final del pasillo, apoyado en el barandal de las escaleras. Su mirada me atravesó cuando me acerqué, pero no dejé que me detuviera.
—Cuídala —gruñí, sin detenerme. Ni siquiera lo miré a los ojos cuando lo dije. No podía soportarlo.
Editado: 29.01.2025