14 DE FEBRERO
Algunas segundas oportunidades no parecen regalos, sino juegos macabros del destino
Aceptar, finalmente, que era hora de darle un duelo sano a alguien que significó el mundo para ti conllevaba muchas cosas, entre ellas, atravesar las cinco etapas del proceso.
Sí. El luto era algo extraño.
Digamos que ya había completado y pasado (con varios baches en el camino, si se me permite agregar) por cuatro... Bueno, tres y media etapas del duelo. Me había negado, la ira me había devorado, la negociación había logrado que la ira me escupiera, pero la depresión le complicó tanto el trabajo a la negociación que me frenó antes de siquiera tocar el camino de la aceptación.
En consecuencia, ahora me encontraba (una vez más) entre el limbo de la depresión y la aceptación. Y debo de decir que pese a que estaba orgullosa de mantener mi palabra e intentarlo por ella, había momentos en los que el dolor me golpeaba mucho más de lo quería, arrastrándome de nuevo a mis lugares oscuros. Porque algunos días me levantaba bien: mantenía comida en mi estómago, ayudaba en los entrenamientos, trataba de buscar tanto respuestas como la fuente de tantas filtraciones de nuestros planes con Harrison y me encargaba de prestar atención en cada cosa que hablara el maldito consejo. Pero otros días, la depresión me tomaba por los pies y me hacía su perra; odiaba al mundo, lloraba por horas, y lo mínimo que quería hacer era salir de mi habitación.
A veces sentía que no le agradecía lo suficiente a lo que sea que fuera sagrado por haberme enviado a un hombre imbécil (bueno, que en su momento fue imbécil) para cuidarme. Con todo lo que teníamos encima y con lo mucho que yo le agregaba más estrés al día, dependiendo de cuándo la depresión decidía hacerme trizas, el hecho de que Rush tomara un momento y mandara todo a la mierda la mayoría del tiempo por mí significaba mucho más de lo que podía describir.
El espécimen había vuelto a aprender cómo llevarme, y con el paso de los días yo había aprendido a cómo soltarme más a su alrededor, dejando de esperar el golpe que quizás no llegaría otra vez. Cuando lloraba, solo estaba ahí, consolándome en silencio. Cuando odiaba al mundo, se aseguraba de que nadie jodiera conmigo. Cuando no quería comer, se las ingeniaba para que aunque sea la mitad del plato reposara en mi estómago. Y así, él se adaptaba a todo lo que podía y no podía soportar mientras yo me ajustaba a esta nueva fase de nuestra relación.
Rush no presionaba ni obligaba. Si quería estar sola, lo entendía. Si lo que necesitaba era un momento de paz, también lo entendía. Supo que cederme el control de mi dolor no significaba que no lo quería presente ni que esperaba que él lidiara con todo. Comprendió que quería sanarme por mí misma, apoyándome en él cuando lo necesitara para lograrlo.
Desde el incidente con lo que quedaba del apellido Anderson, cuando al día siguiente pude volver a mi habitación después de pasar la noche bajo el escrutinio de Jus, creí que todo apuntaba a un buen camino de luz y maravillas. Estaba dispuesta a intentar cumplir la última voluntad de Kendall y reencontrarme conmigo misma poco a poco. Pero en cuanto toqué mi cama, todo se vino abajo.
¿Fue momentáneo? Sí. Aunque lloré y quise volver a mi encierro emocional, aislando todo excepto la ira y la venganza, pude controlarme. Pude darme ese respiro y aceptar la realidad: aunque ella no volvería, si jugaba bien mis cartas, podía tenerla presente tanto en mi vida como quisiera con solo hacer una cosa: recordándola como el jodido sol que había sido, honrandola como se merecía. Porque, sin ella en los momentos que más la necesité, estaba segura de que no seguiría en este mundo como lo estaba ahora.
Sin embargo, aunque iba avanzando paso a paso, las cosas no se me hacían fáciles todavía. La depresión me alcanzaba en los momentos más inoportunos, recordándome todo con una fuerza brutal, haciéndome sentir como la persona más mierda del universo por haber desencadenado lo que ocurrió en el puerto de Londres. Pero, de nuevo, ahí estaba Rush, colocándome poco a poco en los carriles de la aceptación con la paciencia de un santo.
El día de ayer había sido una prueba clara de ello. El espécimen me atiborró de toda su paciencia para calmar mis incontrolables balbuceos y llantos que me comprimían el alma porque, al parecer, incluso después de casi dos meses de su partida, mi corazón seguía creyendo que no había sufrido lo suficiente.
Como decía, era difícil. El luto tenía sus altibajos. Pero no era imposible. Sabía que sanar no era imposible. ¿Complicado? Dios, sí. ¿Imposible? No cuando se trataba de Kendall.
Y fue justo con ese pensamiento que el despertar de hoy se me hizo más liviano. Puesto que después de la llorada monumental de anoche —de esas que te desgarran el alma y se llevan consigo la poca estabilidad y cordura que lograste conseguir—, levantarme, bañarme, comer algo e ir a la oficina de Harrison no se sintió agotador. Eso lo consideraba un gran avance. Significaba que podía seguir. No como si nada hubiese pasado, pero podía seguir manteniéndome de pie.
El día de hoy se basó en eso. En mantenerme, a duras penas, de pie. Recorriendo los pasillos para intentar asaltar el comedor sin sufrir ningún tipo de malestar por el pequeño espectáculo que el jodido Anderson disfrutó haciendo con mi cabeza no hace más de un mes, pero ahí íbamos.
Si las cosas se estaban alineando a nuestro favor, ¿entonces por qué yo no podía? Desde que el entorno empezó a moverse más rápido de lo habitual y el estrés lo teníamos hasta el cielo con la ubicación de Alexey confirmada por el equipo de Riden y Rise, todo indicaba que sí, que las piezas por fin estaban cayendo en su lugar. Más aún cuando empezamos a movilizar cada equipo élite, trazando planes para acorralar al hijo de perra en Calabria, ahora que la noticia de que había estado escondido todo este tiempo en los límites de San Petersburgo, sin un solo hombre del Boss a la vista para terminar su miserable vida, había llegado a oídos de todo el personal del búnker.
Editado: 16.03.2025