Let's Play.

Ochenta y cuatro

DOLERÁ, PERO NO DECIDIRÁ

Me dieron otra ficha, otro chance, pero mis manos siguen temblando por la última jugada

Rise

Calculé una cuenta regresiva de treinta segundos. No llegué ni a quince cuando Rush cruzó la plaza con un semblante imperturbable, de la mano de Arabella, quien casi compartía su expresión.

Respiré mejor.

No porque me sintiera aliviado, sino porque aún podía hacerlo.

No iba a cargar con todo otra vez. Me parecía bien. No tenía ánimos para escuchar lo que ya sabía, para que me recordaran en qué punto estábamos o cuánto quedaba por hacer. Iba a irme por la tangente, a recortar cualquier conversación innecesaria. Corto, rápido y preciso. No era el método favorito de muchos, pero me sabía a mierda.

—Al menos ya no te toca lidiar con el consejo por tu cuenta —comentó Riden a mi lado sin despegar la vista de su computador, terminando de afinar unos detalles para la videollamada.

No le respondí. No veía el caso. Lidiar con ellos no era asunto mío, sino de él. Yo estaba aquí porque no tenía otra opción. Porque, por más que intentaba alejarme, siempre había alguien jalándome de vuelta, como si quedarme al margen fuera un jodido pecado capital.

En cambio, seguí con la mirada a la pareja que se reunía con Grant Harrison en el otro extremo de la pantalla gigante, sin prestarle atención a nada más. O eso creí hasta que Arabella, ajena a mi mirada, barrió la multitud con un vistazo rápido. Por un segundo, la máscara de imperturbabilidad que traía se quebró, dejando entrever algo parecido a... inquietud.

Por inercia, imité su acción. No porque quería, sino porque mis instintos aún no se habían apagado del todo. La reunión estaba por comenzar, así que supuse que su inquietud tenía que ver con asegurarse de que todo estuviera como debía: los soldatos en sus respectivas filas, los equipos élites de cada eslabón que conformaba el consejo visibles en las primeras hileras, y un par de personas clave en sus lugares pertinentes, como Liam y su esposa, que había llegado al búnker no hace mucho.

La plaza estaba llena. Todo en orden. Todo en su lugar. Incluso Riden ya se había relajado en su posición tras dejar en pantalla el tiempo restante para el inicio de la asamblea.

Pero Arabella no era fácil de calmar. No cuando quería que todo saliera bien, que todo le resultara a Rush mucho más sencillo de sobrellevar.

Por eso, después de sonreírle a Rush y apretar los labios en una fina línea cuando Grant Harrison demandó su atención para comunicarle algo, los dejó atrás para reunirse con Mila, Justine y Roelle al final de la plaza. Estaba bastante seguro que era para chequear todos los preparativos otra vez, porque, al parecer, las casi seis horas que le dedicó en la mañana no le bastó.

Pasaron muchas cosas desde que desperdicié la oportunidad de matar al maldito de Drake Anderson. Admito que no fue mi mejor movimiento dejarlo caminar por ahí tanto tiempo, pero en mi defensa, mantuve un ojo en cada paso que dio después de huir como la rata que era de Escocia.

Sí, sé que la rabia me cegó mucho más de lo que debía, que el dolor tomó cada neurona de mi cerebro, reemplazándolas con un veneno que me carcomía desde adentro. Pero, ¿cómo no hacerlo? Darle caza al último miserable de la dinastía Anderson era lo mínimo que podía hacer para acallar el sufrimiento del daño que dejó su partida, para no pensar. Para no sentir. Porque enfrentarme a la ausencia era peor. Asfixiante. Insostenible.

Sin embargo, la distracción no duró mucho. No duró ni un jodido mes.

Creí que el imbécil sería inteligente, que se cerniría a mi advertencia. Que desaparecería. Pero no. Le dio igual. Y por darle igual fue que terminó muerto a mano de Rush, quemándose en el mismo infierno que compartía con el otro maldito idiota.

¿Respiré mejor con él fuera de mi mapa? No.

Nada cambió. Nada mejoró.

La agonía se encargó de masticarme y escupirme, como si de comida vencida me tratase. Los días eran eternos. Las noches, insufribles. La pérdida me estaba matando. No sabía cómo sobrellevarla.

Porque la amé, maldita sea.

La amé, y la seguía amando con una intensidad que me rompía por dentro, que me quemaba con cada maldito respiro, que me hacía sentir vivo y muerto al mismo tiempo.

¿Cómo se podía llegar a amar a una mujer en tan poco tiempo? ¿Cómo es posible que alguien se convirtiera en tu todo en cuestión de días, de horas, de miradas?

Pregúntenle la misma mierda a Rush, y luego de que él les conteste, vengan a joderme con ese discurso de mierda de "es que no estaba destinado a funcionar por lo poco que se conocían". Porque eso era: pura mierda. Una excusa barata para justificar algo que ni siquiera entienden.

Un vínculo con una persona no se medía en malditos días, meses o años. Porque, ¿de qué servían los años si lo que sentías por alguien desaparecía en un instante, dejándote vacío? Había relaciones que duraban décadas y no significaban una mierda. Farsas. Carecían de profundidad y significado Pactos de conveniencia disfrazados de amor.

Pero lo que sentí por ella... eso fue real. Tan real que dolía recordarlo.

El tiempo era un espejismo. Lo único que importaba era la conexión. La verdadera medida de un vínculo radicaba en la conexión que surgía desde el primer momento, en esa chispa que te prendía fuego por dentro, que lo cambiaba todo, que te hacía sentir vivo, como si el mundo entero girara alrededor de esa única persona. Era como si dos almas se reconocieran. Como si encajaran, sin importar las diferencias. Como si el universo entero hubiera girado solo para que se encontraran.

Y eso fue lo que pasó con ella.

Desde el primer instante, supe que era diferente. Que ella era diferente.

El tiempo, en cambio, podía mentir. Podías compartir toda una vida con alguien y nunca conocerlo de verdad. Podías dormir junto a una persona durante años y seguir sintiéndote como un extraño. Porque el tiempo podía disfrazar la soledad, pero nunca podía forjar un vínculo si ese vínculo no existía.




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