Leyendas de cristal: Los dos mundos

CAPÍTULO VII: Hijos de la tierra e hijos de la luna

 

Caminaron al hospital sin mucha prisa. Las calles estaban solitarias, la temperatura seguía descendiendo, y el viento soplaba con fuerza. Luna deseó haberle preguntado un poco más al doctor Craze sobre la aparición de los talentos cuando tuvo la oportunidad. Con cada paso que daba se sentía más consciente de su propio cuerpo, de sus respiraciones y de los latidos de su corazón. ¿Por qué no habían aparecido sus talentos aún?

—Cielos, me estoy enfriando hasta los huesos —dijo Yami, frotándose los brazos.

Luna miró hacia arriba, apartándose el flequillo de la cara; el cielo estaba despejado.

—Hay luna creciente —indicó.

Miraron hacia arriba por unos segundos, hasta que un avión militar pasó sobrevolando.

—Si algo pasa, sólo síganme la corriente —dijo Fernando cuando llegaron al hospital.

Los militares estaban en filas, rodeando los muros exteriores.

—¿Y qué podría pasar? —preguntó Luna, mirándolo de reojo.

—No lo sé —contestó Fernando—. Sólo estoy pensando en todas las posibilidades.

Luna quería preguntarle más sobre todas esas posibilidades, pero Fernando ya se había adelantado y estaba atravesando las anchas rejas. En el interior, en las áreas verdes, había una gran multitud de personas; apenas podían avanzar entre la masa de gente. Por lo que escuchaban, eran personas que ya tenían sus talentos, pero que aún no se habían podido registrar.

—Son muchos —comentó Selene.

—Deberían de regresar a sus casas hasta que esto se calme —dijo Yami, mirando alrededor—. No veo a nadie que esté a punto de perder la cabeza o algo así.

Una larga melena roja atrajo la atención de Luna e, impulsivamente, cambió de dirección. Fue más fácil avanzar hacia allí que hacia la puerta del edificio. Llegaron a una de las rejas laterales.

—¡Sólo les estoy pidiendo que me digan si están bien!

Escucharon decir a Ilargi. Aarón estaba con ella.

—Ya le dijimos, señorita, que nosotros no nos inmiscuimos con los asuntos del hospital —dijo uno de los militares en tono insolente.

—¡¿Y qué es lo que hacen aquí si no es inmiscuirse?! —replicó Ilargi, cada vez más enfadada—. ¡Cuando mi padre se entere...!

—Estamos siguiendo órdenes del propio alcalde —dijo otro militar con socarronería.

—¡No! ¡No de él! —negó Ilargi con vehemencia, avanzando hacia el hombre; Aarón la sujetó por los brazos—. ¡Ustedes no son del Valle! ¡¿Qué hacen aquí?! ¡¡Lárguense!!

Las personas que estaban cerca voltearon a mirarla.

—Il, los señores sólo hacen su trabajo —dijo Luna, acercándosele.

No le gustaba cómo los militares estaban reaccionando; no estaban armados, pero sus rostros estaban llenos de hostilidad. Aarón arrastró a su novia lejos de aquellos hombres. Ilargi estaba respirando pesadamente.

—¡¿Por qué no los dejan salir?! —preguntó, al borde de la histeria, golpeando el piso con un pie.

Aarón la abrazó.

—¿A quién no están dejando salir? —preguntó Selene, alarmada.

—A unas pocas docenas de personas —respondió Aarón—. La mayoría va y viene en unos minutos, pero ellos han estado ahí desde que todo empezó y aún no han salido... El amigo de mi primo, de Josué, y una de las amigas de Dianira están en ese grupo.

—¿Y no les quieren dar información sobre ellos? —preguntó Luna con preocupación.

—No —dijo Ilargi desde los brazos de Aarón—. Y mi padre no ha autorizado esto. Se los aseguro. Si pudiera hablarle... pero las llamadas no conectan, ¡y no está contestando mis mensajes!

—¿Ya han recibido sus talentos? —preguntó Selene de repente.

Ilargi y Aarón la mirada con cierta desconfianza antes de negar con la cabeza.

—¡Lo sabía! —afirmó Selene.

—¿Sabías qué? —le preguntó Ilargi, zafándose de Aarón.

Selene abrió la boca y la volvió a cerrar, sin contestar.




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