La primera vez que su abuelo le contó sobre los elementales, Luna tenía seis años y quedó maravillada. La otra parte de ella, la parte que se convertiría en la más reflexiva, siempre supo que no podían ser reales, pero igualmente le gustaba imaginar que sí lo eran. Le gustaba crear historias donde ellos eran los grandes héroes enviados para salvar al mundo cuando este más los necesitaba, librando grandes batallas, defendiendo a la humanidad con sus vidas, protegiendo a su amado planeta de todo mal.
Cuando sus padres desaparecieron fue cuando decidió dejar de creer en seres inexistentes y empezar a creer en las personas, sobre todo en las personas que tenían un propósito en sus vidas: estaban los intelectuales que intentaban mejorar el mundo, los humanitarios que intentaban mejorar la vida, los valientes que luchaban por la justicia, y los incondicionales que luchaban silenciosamente, día a día, por la felicidad de sus seres queridos. Luna deseó convertirse en esa clase de persona. Quería ser una gran historiadora, como su abuelo antes que ella, y así trasmitir las grandes enseñanzas que guardaba el pasado para que las personas pudieran crear un mejor futuro. Ese sería su más grande propósito, de esa forma ella intentaría salvar al mundo.
Porque los únicos que podían salvar al mundo eran las personas. Porque si las personas no cuidaban lo que se les había dado, ningún gran salvador enviado del cielo lo haría por ellos. Porque existían consecuencias inevitables y hechos incontrolables dentro de cada decisión tomada, y, para bien o para mal, sólo la humanidad era responsable de todas sus acciones. Sólo la humanidad sería artífice de su propia salvación o de su propia destrucción. Porque si los elementales realmente existieran, abuelo, ¿cómo podrían proteger al mundo de la propia humanidad?, ¿cómo podrían elegir entre las dos cosas que habían sido enviados a guardar?
El sonido no tan lejano de un helicóptero llegó a sus oídos.
—¡Tenemos que entrar! —gritó Luna con todas las fuerzas que pudo reunir, y la magia se rompió.
Las esferas alrededor de los ocho desaparecieron, y la que estaba envolviendo la luna creciente se solidificó y se convirtió en una burbuja de resplandeciente cristal.
—¡Ahora! —apuró Fernando.
No podían quedarse donde los pudieran ver. Corrieron a la única entrada que vieron, internándose en la gran torre que se había convertido el Despertar. Sin embargo, adentro sólo encontraron una estrecha plataforma circular sobre la cual se detuvieron.
—¿Qué...? —comenzó Santiago.
—¡¿Cómo se baja?! —preguntó Ilargi, mirando alrededor.
Sus voces salieron ahogadas por el esfuerzo de hablar y tomar grandes bocanadas de aire a la vez. Luna se acercó al borde y miró hacia abajo. La suave luz de la luna que se filtraba a través del cristal dejaba ver como la torre continuaba vertiginosamente hasta el primer nivel de la construcción, pero no había escalera alguna a la vista. Entonces, sintieron un pequeño tirón en el estómago. A Luna se le escapó de los labios el poco aliento que le quedaba.
—¡Cielos! —exclamó Yami, aferrándose a su brazo.
La plataforma estaba bajando, rápidamente, llevándoselos consigo a los niveles inferiores.
—¡¿Cómo en la tierra funciona esta cosa?! —exclamó Santiago, mirando hacia el muro por el cual estaba deslizándose la plataforma.
—Debe... de haber... alguna clase de riel —dijo Dianira, entre largas respiraciones.
—¡No, no!, ¡no hay! —afirmó Santiago con humor.
Tras unos minutos de jadeos y respiraciones tortuosas, la plataforma se detuvo, aún a cientos de metros del suelo, tomándolos por sorpresa. Dos altos arcos habían aparecido en el muro, a ambos costados del rudimentario ascensor, y frente a estos había dos plataformas más, esperándolos para llevarlos al interior del sexto nivel. Sin embargo, cuando al fin reaccionaron, la plataforma ya había reiniciado su descenso.
—No es muy paciente con los novatos —comentó Santiago.
—Debemos de ir al primer nivel —dijo Fernando, mirando hacia arriba—. Si alguien entra por donde nosotros lo hemos hecho, es mejor estar lo más lejos posible —explicó—. Además, en la primera planta será más fácil buscar otra salida.
—¿No crees que vayan a estar vigilando las salidas allá abajo? —le preguntó Aarón.
—Es posible, pero no sabemos cuántas salidas hay —dijo Fernando—, espero que podamos encontrar al menos una que no esté siendo vigilada.
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Editado: 22.02.2019