Ya todos lo saben, ¿no? Sobre los Lunare, o Lunarios, como otros los llaman. Seres que provienen de la luna, gente que nació allá, que fueron formados de la corteza de nuestro hermoso satélite natural.
Sí, hablo de los mismos que viven en Alloggiamento ombreggiato, exiliadas de todo el mundo, sin ganas de formar parte de algo más que no sean ellos mismos, resentidas con la vida misma por no poder seguir habitando su hermoso hogar allá en las alturas, mismo que ven todas las noches con una nostalgia asfixiante.
En lo personal, solamente una vez pude ver a una de estos seres. Son bellísimos, y sin dudas sus poderes y habilidades están lejos de nuestra compresión. Tanto así que nadie tiene el atrevimiento a querer siquiera acercarse a su nuevo «hogar».
¿Sabes acaso cómo es que llegaron a estar ahí? ¿Entiendes por qué tuvieron que abandonar su hogar?
Sé que a todos se les dice lo mismo sobre ellos, pero en realidad todo sucedió en torno a una leyenda, una que es un tanto famosa en nuestro reino, la misma que mi abuela, Ravenna, me contaba antes de ir a dormir cuando era chica, mientras la luz tenue de la luna entraba gentilmente por mi ventana, como si aquella enorme roca se asomara para vernos mientras el relato comenzaba.
Hace mucho tiempo, cuando ni siquiera los siete reinos se habían formado, existía un vasto desierto cuyo fin era indivisible por cualquier criatura viviente, uno que tal vez ahora forme parte de Beskonechnaya Pustynya o del mismísimo Desierto de la desesperación en Vitanovus.
Aquel lugar árido y lleno de muerte era sin dudas una tierra de nadie que fue evadida y despreciada por todo el mundo. Gaia II era un lugar misterioso, y en dos mil años la gente aún no terminaba por explorar cada rincón de ella, menos lugares tan inhóspitos y terribles como lo era aquella zona seca y arenosa. Al sólo verla podías sentir la invitación a ser parte del enorme cementerio de arena que era.
No obstante, como todo lugar en nuestro mundo, inclusive antes de los eventos de El reino del fuego, cada sitio, por más hostil que fuera, tenía sus habitantes que, de alguna manera desconocida habían encontrado la forma de sobrevivir al terreno que llamaban «su hogar».
Aquel desierto ciertamente no era la excepción. Sí, era enorme y mortal, pero no imposible de dominar, y graciosamente la humanidad, de alguna extraña forma que casi nadie comprendía, consiguió no sólo adentrarse y sobrevivir, sino también estacionarse dentro del cajón de arena gigante.
¿Cómo es que eso sucedió? Era un misterio para todos, tal vez no para unos cuantos, pero al menos en mi reino se tiene una pequeña pista de ello.
La ciudad en el desierto se llamaba Sahara, en honor a un antiguo sitio que se perdió en los juicios. Los humanos que habitaban ahí parecían estar acostumbrados a los castigos de la zona, y tenían una apariencia distante a la de cualquier otro de su raza que se haya visto fuera de dicho lugar.
El pequeño reino del desierto sin dudas era muy pintoresco y adecuado al lugar, construido todo de roca desértica, con sus acabados y colores fieles al clima cálido, además de su arquitectura digna de una ciudad perdida entre la arena y el calor.
No se sabe exactamente qué clase de sociedad vivía ahí, como era la política o la cultura en general, pero lo que sí puedo asegurar, como lo hacen todos, es que allí existía una guardia: una elite de soldados armados con enormes armas doradas que poseían una habilidad y destreza digna de gente proveniente de ese país árido.
Se les llamaba Judiun, e infringían terror a cualquiera que se acercarse a la ciudad. Inclusive los mismísimos terrores del desierto como son las sierpes o los behemoth no se acercaban a Sahara porque entendían que los judiun eran muy celosos con el territorio y atacarían al primer avistamiento o detección de los mismos.
Dentro de la ciudad, aparentemente no había nada muy extravagante. No existían tesoros valiosos o habitaban personas de gran poder o nobleza. No, la ciudad era un simple poblado humano que era fuerte porque deseaba vivir a pesar de todos los males del desierto. Era gente fuerte forjada por la brutalidad de la zona que deseaba paz y un futuro para sus hijos.
Al menos eso decían los habitantes y eso querían hacer creer a todos los que se acercaban y alcanzaban a escuchar de ellos, pues algo más había dentro de los muros de Sahara, y efectivamente no se trataba de algún «tesoro» o «persona importante» como tal. No era un objeto, sino un lugar en especial, el cual los humanos protegían a capa y espada.
En el centro de la ciudad, completamente rodeada de judiun durante el día y la noche, se encontraba un enorme templo. Parecía ser el palacio de la ciudad donde tal vez habitaría el líder de Sahara, pero no era así.
Los pocos que conocían bien Sahara sabían que lo más preciado de la ciudad estaba dentro de ese templo, y no era algo que podía ser llevado, además que estaba celosamente protegido. ¿Cómo saber de qué se trataba exactamente? Nadie lo sabía, incluso los mismos habitantes del lugar o los propios judiun desconocían qué era lo que resguardaban.
La leyenda dice que la información se perdió al paso de las generaciones, a pesar de ser el origen de la ciudad. Nadie sabía exactamente qué era el santuario central del templo, qué significaba o qué hacía exactamente. Sólo entendían que debían protegerlo con sus vidas, que era lo más preciado que había en Sahara.
Para ello, los judiun más habilidosos y responsables estaban a cargo de proteger dicho sitio. Para acceder a él no sólo había que atravesar todo el templo, sino que su acceso era un portón que no era fácil de abrir y, además de ello, había que derrotar a los más poderosos judiun del sitio.
Como todos los humanos, los turnos para trabajar estaban divididos entres tiempos: mañana, tarde y noche. Los judiun que defendían el portón comúnmente rotaban sus horarios de una forma que no vale la pena explicar, pero lo que sí es menester decir es que, en uno de los turnos, había sólo un soldado cuidando.