Cuando Kath abrió los ojos, todo había cambiado en ella. Sus pupilas habían evolucionado, los bastones receptores de luz de sus iris se afinaron, permitiéndole ver el mundo más brillante, más claro, nítido, y podía ver también cosas que antes le eran invisibles. Ahora tenía la capacidad de ver la verdadera naturaleza del joven Gunn que la miraba expectante, veía sus ojos azules brillando, y dentro de ellos, un mar pequeño cuyas olas se estrellaban contra el borde de sus pupilas. También veía en su cuello una runa celta de agua tatuada en el cuello, y sus brazos cubiertos por más tatuajes azul neón de una extraña escritura pictográfica.
Su cuerpo estaba empapado, la ligera ropa que la cubría estaba tan mojada que se le pegaba a la piel. Y el clima era tan frío como normalmente era en las madrugadas de Escocia. Ella debía estar en busca de una neumonía, pero simplemente no sucedió. Por primera vez en su vida no tenía frío, de hecho, el clima se sentía templado, un poco caluroso, y la humedad de la ropa apenas le venía como anillo al dedo.
Todo parecía ser felicidad ahora; Katherine McLaren se había convertido en un magnífico selkie.
Ah, pero no se le olvidaba que cierto sujeto la había lanzado de un acantilado sin previo aviso, ni notificación, y eso le hacía hervir la sangre.
Al momento en que sus ojos se fijaron en los de Jacynth Gunn, su furia encontró su motivo y objetivo, se levantó como rayo y encaró al joven con una apariencia espeluznante. Su pálido rostro brillaba como la luna misma, sus orbes azules también, y su largo cabello castaño oscuro volaba por los aires. Eso, aunado a su atuendo blanco, la hacía ver como la Baobhan Sith en persona.
Aterrorizado, Jacynth observó cómo una ola de proporciones ostentosas se elevaba a la espalda de su potencial pareja —y digo potencial porque ahora, con lo mal que se veían las cosas, iba a estar difícil que el joven saliera triunfante de esto—, y ella caminaba amenazante hacia él, con la expresión reflejando un odio intenso.
Las mujeres selkies solían ser bastante temperamentales; era conocimiento general que no se debía hacer enojar a una de ellas, pues eran tan hermosas, como letales.
Pero el joven, a pesar de saber que se merecía el enojo de Kathy, no tenía planes de dejarla hacer un caos con la naturaleza, así que se levantó con valor y alzó los brazos hacia la ola gigante. Los tatuajes se encendieron a medida que él comandaba al agua que se retractara, y también dijo unas palabras extrañas que no pertenecían al gaélico, ni al inglés, ni a ningún idioma que la chica reconociera.
La enorme ola fue perdiendo fuerza y altura lentamente, actuando como un niño pequeño recién regañado, y pronto desapareció, haciéndose una con el océano.
—¿Regresamos? Te quedarás conmigo mientras regresa Sir Nicholas —Jacynth le dijo, fingiendo tranquilidad.
—Yo no voy a ir a ningún lugar contigo —contestó Kathy, realmente enfadada.
—¿A no? ¿Y a dónde vas a ir? —le retó, algo divertido—. No llevas puesta ropa decente, no tienes dinero, eres una exquisita jovencita cuyas curvas se trasparentan a través de la tela, y si regresas a casa, apuesto que le encantarás al señor Zellman.
Las pupilas de Kath se hicieron pequeñitas, casi desapareciendo, en cuanto escuchó el nombre del hombre que la había orillado a la locura. Si aquel asqueroso viejo no la hubiese comprado a su madre por una cuantiosa cantidad de dinero, ella no estaría en esa situación en primer lugar.
Y lo peor de todo era que Jacynth Gunn tenía razón.
—Iré a Skipness, de ahí enviaré una carta a mi hermano y esperé a que solucione mi problema —Kath le dijo con mucho ímpetu—. Adiós.
La chica comenzó a caminar furiosa por la arena hacia la carretera que se encontraba subiendo un pequeño desnivel lleno de hierbas, y no duró mucho tiempo sin darse cuenta de que el joven Gunn la seguía a unos tres metros. Ella se dirigió hacia el siguiente pueblo, y él igual, la siguió como si se mimetizara. Medio kilómetro después, casi llegando al acantilado de donde había sido arrojada, se giró con el rostro rojo y los ojos casi saltando de sus cuencas, avanzó hasta Jacynth, que aun la seguía, y se plantó frente a él.
—¡Deja-de-seguirme! —gritó ella, casi sacando fuego por la boca.
—No estoy siguiéndote, Kath —le dijo, poniendo énfasis en su nombre, mientras daba un paso hacia ella y pegaba su pecho al suyo en una forma de desafío—. Sucede que vamos al mismo lado.