Leyendas del Yermo - Nikky y yo

La plaga...

Fue la gran plaga de mutarachas en la purificadora del cinco. Pudo ser desgaste de las tuberías, o pudieron ser las mismas mutarachas. El caso es que un muro se derrumbó, anegando todo el nivel y esparciendo bichos por todas partes. Eran cientos, miles. Jamás tuvimos tal invasión, siempre eran diez, o veinte. Mi padre hablaba de una invasión de cincuenta mutarachas cuando yo era bebé. Y cuando aparecían, los hombres se lo tomaban con gracia, incluso las usaban para enseñarnos a disparar.

  Pero esa noche no eran cincuenta, ni cien. Tampoco doscientas.

  Eran miles.

  Wattson ordenó usar los lanzallamas. Mala idea. Siempre era mala idea usar los lanzallamas, pero no había alternativa.

  Los hombres y los jóvenes tuvimos que correr a cubrir a los lanzallamas. Disparábamos enloquecidos, rogando para no sufrir una mordida.

  Y el aroma…

  ¿Cómo olvidar el aroma de una horda de insectos furiosos?

  Me dan arcadas de solo recordarlo. Fue una lucha de diez horas, en las que dos hombres murieron por culpa de las llamas. Y en la que la mayoría de niveles resintieron la disminución en los niveles de oxígeno.

  Yo lo entendí a mitad de combate. Las llamas consumían el aire, convirtiéndolo poco a poco en un veneno letal.

  Wattson no tuvo más remedio que abrir la puerta del refugio, arriesgando más de la cuenta a los moradores.

  Cuando la última mutaracha cayó, los de mi grupo ya nos movíamos en cámara lenta. La falta de aire amenazaba con matarnos.

  Recuerdo poco de los últimos instantes, y creo que llegué a pensar que moriría, y que ojalá Kimberly supiera lo valiente que había sido.

 

Caí desmayado…

 

 Y desperté en la enfermería.

 

  Duncan, a su pesar, fue quien me atendió. Lo hizo con frialdad, pero también con eficiencia. Jamás me dirigió la palabra. De cualquier forma, me salvó y me cuidó como a cualquier otro paciente.

  Me odiaba. Me odiaba con tanta pasión como yo amaba a su hija.

  Esa noche apareció Debra, para ayudar con el censo de heridos. Ahí supe que había dos bajas. Ella habló con cada uno de los enfermos, expresándoles su agradecimiento y animándolos a mejorarse. Tragué saliva al verla acercarse, pensando en qué decirle, o incluso animándome a preguntarle por Kim.

  Pero ella no se detuvo ante mí.

  Eso bastó para que yo supiera que ella estaba al tanto de las andanzas de su hija conmigo.

  Cerré los ojos y traté de aislarme.

  Pocas veces me sentí tan mal.

 

  El incidente con las mutarachas alteró mi situación dentro del 109 de dos maneras. La primera fue que me gané el respeto de mis vecinos. La segunda fue que perdí a Kimberly.

  No es que haya muerto, claro que no, pero el incidente sirvió de excusa para que Debra persuadiera a Duncan de abandonar el 109.

  Mientras todos aplaudían mi valentía y mi arrojo, pues maté montones de mutarachas, algunas con mis propias manos, Debra y Emil preparaban su huida. Yo jamás lo sospeché, y me pregunto siempre qué habría hecho de saberlo.

  Las cosas se precipitaron una mañana de domingo, según recuerdo. Alguien comentó que había despedida, pero no le presté atención hasta que el apellido Duncan fue mencionado.

  ¿Pueden imaginar mi estupor?

  Tardé en reaccionar. Subí los niveles que me separaban de la salida, pero cometí un error y tomé hacia el ala este. Tal era mi nerviosismo. Corrí y atravesé dos bodegas, la cafetería del número uno y el casino.

  Llegué a la puerta del refugio justo a tiempo para ver a Kimberly llorar desconsolada, su padre la arrastraba y Debra la consolaba con mano dura.

  Grité su nombre.

  Y ella me escuchó.

  Bramó con furia, gritándome que no quería irse, que no iba a dejarme.

  Salté las barricadas y corrí hacia los Duncan. Créanme que no sé lo que iba a hacer a continuación…

  …pero de cualquier forma, no llegué a hacer nada.



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En el texto hay: apocalipsis, armas, fallout

Editado: 15.10.2018

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