Desperté con dolores tremendos en todo el cuerpo. Y sentía cosas moverse en mi cabeza. El pecho me ardía, y las sienes me palpitaban espantosamente. Lo peor de todo era que las cosas se movían, para un lado y para el otro, un vaivén que me mantenía mareado y que me animaba a morirme pronto.
Y ese olor…
No recuerdo un olor más asqueroso que aquel…
El dolor, las náuseas… tuve que vomitar. Y horrorizado, noté que la mitad de mi vómito era sangre.
Estaba destrozado.
Debí desmayarme de nuevo. Recuerdo poco de los siguientes días.
Sí: días.
Vi varias veces el sol y la luna moverse arriba, porque el lugar donde me hallaba carecía de techo. Y había un momento del día en que el sol caía directamente sobre mí, torturándome y exacerbando los aromas que me acompañaban.
Quise morir, pero mi debilidad me impedía cualquier intento de suicidio.
Los bichos me recorrían, como si yo mismo fuera un lamentable yermo lleno de suculentas heridas.
Pude moverme después de mucho tiempo, y supe que estaba en un basurero… o algo así. Había cadáveres, y porquerías de todo tipo. No es que los cadáveres me den asco, he visto muchísimos, pero verlos amontonados, pudriéndose… y comprendiendo que los charcos de agua de los que había bebido estaban mezclados con sus fluidos… bueno, pues ya me entienden.
Vomité como nunca, pero solo salían mis propios líquidos. No sé cuánto tiempo estuve ahí, pero sí sé que no ingerí ningún alimento desde mi llegada.
¿Qué había pasado?
Los matones me habían pillado. Eso era seguro. Y me habían llevado a un lugar que parecía vivo, porque el piso se movía constantemente. Palpé la superficie, y supe que era de acero. Estaba en un vientre de acero.
Imaginé que se trataba de alguno de los monstruos mecánicos de los que hablaban los comerciantes. Pude verlo en mi mente, enorme, con fauces descomunales, devorando a los pobres incautos que se paseaban tan orondos por el yermo.
Esa noche llovió, y puede beber algo de agua. Revisé mis heridas, y supe que estaba muy enfermo. Si no me mataba el hambre –porque de ninguna manera iba a comer carne de cadáver–, me matarían las infecciones. Tampoco tenía mi tarjeta indicadora, así que los niveles de radiación me eran desconocidos.
¿Sería radioactivo el estómago de un monstruo? Al día siguiente pude levantarme. Y noté que, a pesar del movimiento, me hallaba en algún tipo de prisión. Arriba podía ver unas rejillas, y al lado de la pila de cadáveres se dibujaba el contorno de una puerta.
Pasó más tiempo. El hambre me enloquecía. Y ya no me importaba beber fluido podrido de mis compañeros.
Incluso bebía mi propia orina.
Sol, frío, aromas… vaivén… todo se mezclaba en un coctel de locura, que empezaba a surtir efecto en mi cerebro. Tuve tiempo para pensar en el 109, en mis padres, en Nikky… en Kim…
Y en Nikky.
¿Qué sería de ella? Tal vez fue esa pregunta la única razón por la que no enloquecí del todo.
Una noche escuché pasos. Se escuchaban huecos sobre el metal del piso.
No tuve la menor duda de que venían por mí.
Agarré la pierna de uno de los cadáveres, una bien blandita, le arranqué el peroné y me quedé con la tibia. Iba a vender cara mi piel.
La puerta chirrió… se abrió…
Y un grupo de encapuchados apareció.
Blandí el fémur, pero ellos me redujeron sin el más mínimo inconveniente. Mi debilidad era absoluta.
–Llévenlo con Dodge… –dijo alguien.
Me arrastraron. Alguien comentó que yo pesaba menos que una rata. Alguien más comentó acerca de mi aspecto, tan huesudo como un necrófago.
Nos abrimos paso entre montones de pasillos muy estrechos, todos de metal. Metal por todos lados. Luego nos abrimos a una estancia muy amplia, iluminada con antorchas y con cráneos humanos decorando las columnas. Me lanzaron al centro.
Aullidos salvajes celebraron mi presencia.
La brutalidad de mis captores me hizo desear una muerte rápida. Lo lamentaba por Nikky, y por Kim. Y rogaba porque ambas tuvieran vidas largas y prósperas.