Liamdaard : El Hijo del Enemigo 5

Capítulo 1

El silencio, habitualmente soberano, parecía incómodo en la sala —como un intruso consciente de su propia impotencia. Luchaba por conservar el dominio del lugar, tambaleándose bajo el peso invisible de una tensión aplastante, implorando en vano ser devuelto a su origen. Los presentes, inmóviles en una aparente calma, estaban, sin embargo, devastados por una tormenta interior caótica: ira, confusión, ignorancia —todo se les escapaba de las manos. El control, antes suyo, se había desmoronado como un castillo de cenizas.

En apenas unos minutos, una oleada de energía cósmica, de una violencia indescriptible, había atravesado el universo y quebrado sus certezas. Una fuerza desconocida los había arrancado de su refugio y arrojado al castillo de Versias. Allí, frente a ellos, Naldad —un simple humano al que siempre habían despreciado— se atrevía a erguirse como su superior. Peor aún, el Gran Maestro, esa entidad enigmática que llevaba siglos en silencio, había roto su mutismo a favor de ese hombre. Lo impensable acababa de ocurrir.

Cada uno de ellos contaba entre las criaturas más temidas del mundo. Gobernaban tierras enteras desde las sombras y la sangre. Saqueaban, violaban, mataban a su antojo. Para ellos, eso era el orden natural. Los poderosos nunca pedían permiso —tomaban. Y lo tomaban todo. Con crueldad. Sin jamás mirar atrás.

Eran el terror encarnado. Sus nombres precedían a la muerte, anunciaban el caos. Incluso la Sociedad de Cazadores y los Consejos Vampíricos les otorgaban un respeto teñido de temor. Y aun así… un día, un individuo enmascarado se les presentó. Un desconocido con una invitación sellada a nombre de Versias —una organización oscura, tan poderosa como fantasmal.

Versias poseía más recursos que todos sus enemigos juntos. Estar asociado a su nombre significaba convertirse en leyenda dentro del mundo de la noche. Antes, caminaban con la muerte. Ahora, se habían convertido en la muerte misma. Su poder desafiaba toda comprensión.

Pero pese a los siglos transcurridos, un misterio persistía intacto: el verdadero propósito de Versias seguía siendo un enigma. Jamás habían visto a su líder. Jamás habían escuchado su voz. Nada más que sombras danzantes tras cortinas pesadas… y esa sensación de presencia abrumadora, esa aura de una entidad de poder monstruoso.

Se les había ofrecido poder, recursos infinitos, y a cambio solo se les pedía una cosa: seguir viviendo en el caos. Alimentar la destrucción. Arrasar aldeas. Saquear. Aniquilar cultos. Conquistar y expandir la oscuridad sobre el mundo. Pero ¿por qué? Esa pregunta jamás había recibido respuesta. Nunca una sola explicación. Algunos, durante siglos, intentaron descubrir la verdad por sus propios medios. Todos fracasaron. Ninguna pista, ningún indicio, nada… solo ese vacío absoluto, opresivo.

Entonces, se limitaron a hacer lo que mejor sabían hacer —cada uno por su cuenta. Nunca hubo cooperación entre ellos. Incluso se enfrentaban entre sí, y eso jamás estuvo prohibido. Cierto, formaban parte de la misma organización… pero nunca estuvieron unidos. Hasta hoy.

Y ahora, los reunían para ir a salvar a Emma. ¿Por qué? ¿Qué tenía de especial? ¿Qué había hecho para merecer el favor del Maestro? Dos de los suyos ya habían caído, asesinados por los mismos enemigos que ahora perseguían a la Artífice del Caos —y Versias no había movido ni un dedo. Aal, el Vampiro Negro, y Lia, la Emperatriz de la Muerte, habían sido abandonados. Ninguna ayuda. Ninguna reacción.

Pero no Emma. La Artífice del Caos. ¿Qué la hacía diferente? La pregunta flotaba, suspendida en sus mentes como una hoja invisible a punto de caer.

Impasible, Naldad extendió la mano. En su palma brillaba un artefacto místico. Lo activó con un simple flujo de energía, y unos segundos después, un agujero negro se materializó, desgarrando el espacio frente a ellos —un portal. El silencio, hasta entonces prisionero de la tensión reinante, se rompió al fin con las vibraciones de la energía mágica. Luego, la voz cortante de Naldad atravesó el aire:

— Vamos.

Un instante de duda se impuso. Fugaz. El tiempo justo para que estos depredadores digirieran esa realidad absurda. Luego, sin decir palabra, uno de ellos cruzó el portal.

Hartmut sintió una rabia helada apoderarse de su nuca. Que un simple humano, una criatura inferior, osara darle órdenes —a él, de sangre real— era un insulto intolerable. Como si fuera el rey. Como si fuera el amo. Pero desobedecer, en ese momento, no era una opción. Gruñó, un sonido grave y lleno de odio, y se arrojó al portal mágico.

Naldad fue el último en cruzar.

El viaje fue breve. En cuanto emergieron al otro lado, se detuvieron en seco. El aire, denso y opresivo, parecía doblar la espalda del mundo. Y ya, auras de una potencia monstruosa se habían precipitado detrás de ellos por el portal. Una fuerza inhumana, brutal, los aplastaba con su sola presencia.

Los ojos de Ren e Illythia se encendieron con furia. Reconocían esas presencias. Las mismas que les habían arrebatado todo: su trono, su estatura, su nombre. Las que arrastraron su linaje por el fango y redujeron a cenizas un milenio de ambición familiar. Incluso Versias, con todo su poder, evitaba enfrentarse directamente a semejantes adversarios.

Todos los vampiros conocían sus nombres: Marceau, el Tigre Real. Y Leoda, la Reina de los Hielos —su esposa. Los padres de Aidan. El mayor enemigo que Versias hubiera enfrentado jamás. Ese príncipe vampiro ya había provocado la caída de dos de sus aliados… y ahora, estaban obligados a intervenir para salvar a una tercera.

La vieron incluso antes de que el portal se cerrara. Marceau estaba a punto de ejecutar a Emma.

Entonces atacaron.

Un estallido brutal de conjuros oscuros y poderes vampíricos surgió de las sombras. Un ataque sorpresa, fulminante, alimentado por la urgencia y la furia.

Pero ni eso bastó. El impacto fue violento, pero las defensas del rey y la reina vampíricos resistieron. Marceau y Leoda esquivaron con una fluidez sobrehumana, saliendo de la oscuridad para rodear a la Artífice del Caos. Ella yacía allí, vencida, herida, humillada.




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