La sala parecía congelada en el tiempo.
Los muros, testigos mudos, se negaban a vibrar bajo la tensión —como si no tuvieran derecho a hacerlo. La atmósfera misma se deformaba, torcida, comprimida, como aplastada por una fuerza invisible. El aire parecía doblar el espacio, cargado de cosas no dichas y emociones contenidas.
El silencio reinaba como emperador. Absoluto. Incuestionable. Y sin embargo… suplicaba ser desterrado. Exhausto. Agotado. Soñaba con huir, con deslizarse lejos de allí, hacia un lugar más pacífico, más suave.
Pero no podía.
Todas las miradas, afiladas como cuchillas, se habían clavado en un solo hombre: Naldad.
Cargaba consigo la rabia contenida de antiguos poderes. La sed de sangre. El desprecio. La humillación. Los egos heridos. Y una envidia profunda, casi sagrada. En esa sala repleta de figuras de pesadilla —vampiros de sangre pura, wendigos, brujas milenarias, un príncipe maldito transformado en vampiro, un elfo-vampiro…— todas esas entidades, convencidas de su propia supremacía, concentraban su odio en él.
Y aun así, en ese preciso instante… Naldad estaba por encima de ellos.
Y eso los corroía.
Seguía sentado. Calmo. Imperturbable. Su mirada no se fijaba en nada. Parecía perdida en la distancia, pero no veía realmente. Su mente vagaba en otro lugar, muy lejos de esa sala saturada de furia muda. Más allá del mundo visible.
Los demás ya lo habían matado mil veces en sus pensamientos. Torturado. Lacerado. Aniquilado. Le habían infligido los tormentos más atroces. Dolores peores que la muerte misma. Y lo repetían, una y otra vez, en un silencio mental que gritaba su frustración.
Pero él, lo sentía.
Y lo disfrutaba.
Ninguno de ellos podía actuar. No aquí. No ahora. A pesar de su poder legendario, de sus títulos, de sus maldiciones… eran impotentes frente a él. Y eso les desgarraba el alma.
Hartmut, por su parte, no apartaba la vista. Lo miraba fijamente, con una intensidad abrasadora y helada a la vez. Los demás observaban, luego desviaban los ojos. Intercambiaban miradas. Preguntas flotaban en el aire, cruzándose sin llegar a pronunciarse. Pero aún no era el momento. Así que esperaban.
El silencio persistía, contra su voluntad. Maldecía a su creador —aquel que lo había forjado sin darle la libertad de huir. No había llegado por decisión propia. Quería irse. Pero estaba condenado a quedarse.
El tiempo, indiferente como siempre, seguía su curso. Imperturbable. Los segundos se volvían horas. Los minutos, días. Cada respiración resonaba como un tañido de campana amortiguado.
Y en ese espacio suspendido, la presencia del Gran Maestro, invisible pero aplastante, dominaba toda la sala.
Silencioso.
Como siempre.
Luego, tras lo que pareció durar más que la propia eternidad, ella volvió en sí.
Emma entreabrió lentamente los ojos… y se quedó inmóvil.
Se movió con cautela, probando su cuerpo, cada gesto lleno de contención. Ningún dolor. Ningún cansancio. Bajó la mirada. Ninguna herida. Ni una sola gota de sangre. Su ropa estaba algo dañada, pero sorprendentemente limpia. Ni rastro de tierra ni cenizas.
Un sentimiento confuso surgió en su interior —una mezcla de desconcierto y melancolía.
¿Estaba muerta?
Los recuerdos regresaron de golpe, arrastrando tras de sí el sabor acre de la humillación y el peso helado de la derrota. Todo su plan… reducido a cenizas. Su venganza, barrida. Había luchado —violenta, desesperadamente— pero ante la pareja real de los vampiros, no era nada. La habían vencido con una facilidad casi insultante. Había sentido la muerte extenderle la mano. Debía estar muerta. Había visto llegar el final.
Y luego… oscuridad total.
Había perdido el conocimiento. Y sobre todo, ahora lo sabía: el demonio la había abandonado.
Un vacío abismal reemplazaba aquella fuerza interior, esa presencia maldita que la había acompañado por tanto tiempo. Lo sentía: ya no estaba allí.
Alzó lentamente la mirada, buscando entender dónde se encontraba. ¿El infierno? ¿El paraíso?
No.
El paraíso… sabía que nunca la habría recibido. No después de lo que era. De lo que había hecho. De lo que representaba.
Pero el lugar donde estaba tampoco se parecía al infierno.
Sí, estaba esa presión, ese peso distorsionado en el aire, esas auras monstruosas enfrentándose en silencio, retorciendo el espacio como serpientes invisibles. La atmósfera era pesada, opresiva… y aun así, no era el infierno.
No del todo.
Emma se incorporó lentamente, luego, imperturbable, recorrió la sala con la mirada. Y entonces —el asombro.
Reconoció el lugar de inmediato.
La gran sala de reuniones de Versias.
Estaba en un rincón oscuro de la estancia, tendida sobre una losa fría. Y frente a ella, alrededor de la gran mesa de piedra negra… allí estaban todos. Todos los que aún vivían. Todos los miembros de Versias. Reunidos.
Y la esperaban.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Sus heridas habían sido curadas. Su cuerpo, restaurado. Ninguna explicación. Ninguna palabra. Solo una evidencia inquietante: alguien la había salvado. Y la había traído hasta aquí.
¿Por qué?
Versias nunca actuaba como una entidad unificada. Ella lo sabía mejor que nadie. Cada uno seguía sus propios objetivos, sus propios vicios. La mayoría deseaba su caída, incluso su muerte. Igual que sus enemigos.
Entonces… ¿quién?
¿Y con qué propósito?
La duda se coló en su mente como una hoja afilada. Y por primera vez en mucho tiempo, se preguntó si no habría preferido morir. Morir con honor… antes que vivir en la confusión.
Pero se levantó.
Lentamente.
Con dignidad.
Sus pensamientos estaban asediados por la incertidumbre, sí. Pero su rostro seguía sereno. Imperturbable. Ninguna señal. Ninguna debilidad. Se acercó a la mesa, con la mirada fija en su asiento. Aquel que había sido suyo. Aquel que, a pesar de su caída, parecía aún esperarla.
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Editado: 19.07.2025