Naldad hablaba con tono sereno.
Sus palabras, casi demasiado ligeras para sobrevivir en aquella atmósfera asfixiante, se deslizaban sin embargo por la sala como finas hojas, clavándose en las mentes, despertando ecos antiguos.
— Seguramente conocen esta historia... La leyenda de los Dos Mundos. ¿No es así?
Se detuvo, recorriendo la mesa con la mirada. Las siluetas inmóviles no reaccionaron. Solo obtuvo miradas veladas de duda y desconfianza. Por ahora, no entendían. Aquel relato parecía ajeno a la urgencia, desconectado de la ardiente realidad de su situación.
Pero todo es cuestión de tiempo.
— Sí... la leí. Hace mucho tiempo. — murmuró Ren, frunciendo el ceño, confundido.
Illythia intervino con una voz vacilante.
— ¿No es esa historia que dice que... en tiempos antiguos solo existía un único mundo? ¿Un mundo compartido por todas las criaturas? Seres que ahora están extintos, en su mayoría...
— Creo que sí. — añadió Silhenna. — Dragones, fénix, unicornios, pegasos... hadas... y otras pequeñas criaturas mágicas. Escuché esa historia muchas veces... a lo largo de los siglos.
La pregunta flotaba en el aire, no formulada, pero evidente. ¿Qué tenía que ver con el presente? ¿Con este caos?
Entonces, Korvald tomó la palabra, pesando cada sílaba como una amenaza.
— ...Pero por culpa de la maldad de los HUMANOS... — remarcó la palabra como una injuria, fulminando a Naldad con una mirada cargada de hambre y odio — ...las antiguas criaturas, demasiado débiles para defenderse, se sacrificaron. Invocaron a un dios de las tinieblas. Y de esa invocación... nacieron los vampiros, los hombres lobo, los wendigos, las criaturas de la sombra. Bla, bla, bla...
Su voz rezumaba un orgullo visceral. Un orgullo ancestral. Una afirmación animal de su superioridad.
Pero Naldad no reaccionó. Ni una expresión. Ni un solo gesto. Jamás respondía a su desprecio. Y eso los consumía aún más.
— Dicen que los dragones, los fénix... y otras divinidades usaron sus últimas fuerzas para crear un mundo sin magia. Un refugio. Un lugar donde los humanos pudieran vivir entre ellos, en paz. — dijo Ren, con un tono más grave. — Por eso ya no se ven esas criaturas hoy en día.
La historia de los Dos Mundos... era conocida. Todos los miembros de Versias, nacidos de linajes antiguos, la habían escuchado. Leído. O incluso estudiado. Un cuento. Una fábula. Una historia de nodrizas y pergaminos mohosos.
Al menos... eso habían creído siempre.
Hasta ahora.
— No es más que un mito. Una leyenda para dormir niños. — soltó Hartmut con tono seco.
Su odio era una máscara. Un velo arrojado sobre su confusión. No entendía. O más bien, se negaba a entender. Su rabia hacia Naldad superaba cualquier lógica.
Pero una voz más calma, más grave, se alzó desde el otro extremo de la mesa.
— Es mucho más que una simple leyenda. — dijo Drillos.
Un escalofrío recorrió la sala.
Los elfos vivían mucho tiempo. Su memoria era vasta, metódica, precisa.
Drillos, mucho antes de su desgracia, había sido un noble de alto rango, un erudito de la Alta Guardia élfica. Había tenido acceso a manuscritos tan antiguos que ni siquiera los reyes del mundo anterior sospechaban de su existencia. Archivos tan viejos que el propio tiempo los había olvidado.
No había vivido esa época, pero aún llevaba sus resonancias. Recordaba los relatos susurrados por los ancianos, aquellos que presenciaron los primeros cataclismos. Aquellos que sobrevivieron al colapso de Liamdaard. Y él, Drillos, sabía.
Ya no había lugar para la duda.
Su afirmación acababa de inclinar el equilibrio de la sala.
Los elfos vivían demasiado tiempo como para que semejante saber les pasara desapercibido. Eran los guardianes de la memoria del mundo, testigos silenciosos de eras sepultadas. Y si uno de ellos, sobre todo un noble erudito, reconocía la veracidad de un mito, entonces ese mito se convertía en verdad.
Un silencio denso, casi tangible, cayó sobre la mesa como una losa de plomo.
Naldad recorrió los rostros con una mirada breve, aparentemente distraída, pero sus sentidos estaban en alerta. Percibía el cambio. La curiosidad había reemplazado la hostilidad. La atención era plena, absoluta. Justo lo que esperaba.
— Sin embargo… existe una parte de esta historia que nadie conoce — dijo con voz ecuánime, alzando luego la vista hacia Drillos. — Ni siquiera los elfos la saben.
El silencio se hizo aún más rígido, casi intimidado por lo que acababa de oír.
Un estremecimiento leve, pero real, recorrió la asamblea. Incluso las sombras ocultas tras el velo del Gran Maestro parecieron vacilar por un instante.
Drillos permaneció inmóvil, congelado como una estatua agrietada. La mera idea de que alguien hubiera podido alterar la memoria de su pueblo, borrar una parte, arrebatarles una verdad antigua... era impensable. Y sin embargo, esas palabras, pronunciadas con una fría certeza, se le impusieron como una evidencia dolorosa.
Era inconcebible. Y peor aún: era inaceptable.
— ¿Cómo? ¿Qué estás diciendo, humano? ¿Insinúas que los elfos han sido engañados? ¿Y por quién? — replicó con voz profunda, como un trueno contenido.
Temblaba de una ira silenciosa. Su mirada brillaba con una furia indómita.
Incluso como vampiro rechazado por los suyos, aún llevaba consigo el orgullo de su pueblo, ese orgullo ancestral enraizado en cada fibra de su ser.
A su alrededor, nadie hablaba.
Ya no había debate, ni consejo.
Solo quedaban dos hombres: uno, guardián de un pasado desfigurado; el otro, portador de un saber sepultado.
Drillos contra Naldad. El elfo contra el humano. El pasado contra aquello que le fue robado.
Pero Naldad no mostró alteración alguna. Su calma era absoluta. Permanecía inquebrantable.
— Se dice que criaturas débiles invocaron a un dios de las tinieblas — declaró con el mismo tono sereno. — Pero, ¿cómo se llamaba ese dios? ¿Y qué fue de él?
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Editado: 26.07.2025