Liamdaard : El Hijo del Enemigo 5

Capítulo 4

La trompa mágica, tesoro ancestral del pueblo élfico, resonó por primera vez, de forma abrupta, y todo el reino se inmovilizó.
Hacía más de un milenio que el eco de ese instrumento sagrado no cruzaba los bosques cristalinos, los claros encantados y las fortalezas de piedra viviente. Y sin embargo, en ese instante, parecía brotar justo detrás de cada puerta, en cada aliento, como si el aire mismo vibrara con su llamado.

La trompa no era un simple artefacto. Era una voz. Una memoria. Una señal que nadie se atrevía a activar a la ligera.

Incluso los más jóvenes, los niños aún arrullados por relatos míticos, abrieron los ojos de golpe. Sin aliento, con el corazón acelerado, entendían sin entender. Esa nota, única, irreal, llevaba en sí una advertencia antigua.

La noche anterior había sido pesada, opresiva, casi irreal.
Un preludio.
Una vibración de otra era.

Poco tiempo antes, una onda de energía cósmica había atravesado el mundo. La tierra misma había temblado. No por un simple sismo, no. Por un estremecimiento telúrico. El aire pareció desaparecer por un instante, como si hubiera sido succionado fuera de la realidad. Incluso los espíritus antiguos, aquellos que no se habían manifestado en siglos, se sobresaltaron, arrancados de su reposo por una fuerza tan profunda que desafiaba incluso al recuerdo.

El príncipe vampiro Aidan, sin saberlo, había roto una de las llaves antiguas al destruir el núcleo de Alfred para proteger a los suyos. Lo que aún no sabía era que ese gesto, nacido de la desesperación y la lealtad, había provocado una onda expansiva cuyas repercusiones sacudirían mucho más que su propio destino.

Y entonces, la trompa sonó por segunda vez.

Esta vez, todo el reino entró en movimiento.

Los clanes salieron de sus refugios. Las casas silenciosas se vaciaron. Los portales milenarios se activaron. Las diferentes facciones, dispersas por los bosques sagrados, las montañas de cristal y las fortalezas aéreas, se reunieron. Ya no era momento de dudar.

Incluso aquellos que no llevaban armadura respondieron al llamado. Artesanos, eruditos, cazadores, sanadores… todos tomaron un arma. Sus rostros eran serios, pero decididos. Cada uno sabía lo que significaba ese sonido. Se estaban preparando.

El ejército, por su parte, despertó como un solo organismo. Cada soldado, estuviera en guardia o en reserva, corrió hacia los bastiones. Los centuriones ya daban órdenes, las unidades se formaban. El impulso de guerra recorría la tierra élfica como un escalofrío viviente.

Sobre ellos, las hadas, esas criaturas luminosas y ágiles, danzaban en el aire, formando estelas centelleantes, como estrellas fugaces detenidas. Su magia se elevaba en silencio, iluminando el cielo oscuro. Y en esa claridad sobrenatural, las tinieblas de la noche retrocedieron.

El reino brillaba.
Pero no era el amanecer.
Era la víspera de una guerra.

Y entonces, la trompa resonó por tercera vez.
La última.
Su canto fue más profundo. Más pesado. Ya no llamaba a prepararse. Anunciaba lo inevitable.

Ya no podía quedar ninguna duda. La guerra estaba a sus puertas.
Ni siquiera la gran barrera mágica, ese recinto protector que había preservado el reino élfico de la codicia de los hombres, de los monstruos y de las tinieblas durante milenios, bastaría ahora. Ya vacilaba, crujiendo bajo el peso de una amenaza venida de otro lugar.

Los elfos, a pesar de su admiración por la belleza sagrada de esa trompa, no la amaban. No era una música que se recibiera con agrado. Era un presagio. Una melodía grave. Una sentencia.

El tiempo de paz había terminado.
Una era de guerra, sangre y caos se abría ante ellos. Y nadie podía predecir aún quién sobreviviría a su canto.

La sala del trono se llenó de pronto.
Ese espacio vasto, adornado con arcos milenarios y bañado en una luz etérea, de pronto parecía demasiado estrecho para contener lo que allí ocurría. Los jefes de clan, los nobles, los generales, los altos funcionarios y los ancianos del reino llegaban uno tras otro, sus pasos apresurados pero solemnes. Todos convergían aquí, desde los confines del reino, cruzando de urgencia los portales mágicos que se abrían sin cesar.

Los representantes de las hadas también estaban presentes. Revoloteaban por el aire del palacio, flotando como fragmentos de estrellas bajo las bóvedas. Sus alas dejaban tras de sí estelas de luz plateada.

Y allí, a la derecha del trono de marfil y savia, Féeloria Alba, la Reina de las Hadas, ya había tomado asiento. Estaba sentada en su lugar habitual, casi inmóvil, pero su resplandor bastaba para transformar la sala. Una luz de pureza celestial, suave y penetrante, envolvía todo el gran salón. Las columnas, los vitrales, incluso el suelo con reflejos de cristal parecían respirar al ritmo de su luz.

Los elfos, concentrados en la gravedad del momento, no lo notaban.
Pero las hadas, ellas sí sabían. Sentían la angustia que se filtraba bajo la calma de su soberana.

Féeloria no decía nada. Mandaba con un simple gesto de la mano, fluido, elegante. Y de inmediato, decenas de hadas se dispersaron, ubicándose en los rincones estratégicos de la sala. Difundían su luz con método, ajustando el resplandor a cada piedra, a cada reflejo, como si el instante debiera estar perfectamente coreografiado. Era a la vez espectacular y cotidiano: en el reino de los elfos, la luz pertenecía a las hadas.

Pero de pronto, Féeloria reprimió su luz. La hizo retroceder, replegarse a su alrededor. Un velo pálido se posó sobre su piel, y el silencio cayó como una lluvia de cenizas. La sala, de golpe, se congeló. No fue una interrupción. Fue una señal. Un instante de respeto. De gravedad.

Porque la llamaban la Reina que hace nacer el Alba.
Féeloria, más resplandeciente que cualquiera de las suyas.
Sus alas, de oro líquido, desplegaban una claridad capaz de hacer retroceder la noche misma.
Y bajo su gracia sobrenatural descansaba un poder equivalente al del Rey de los Elfos.




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