Liamdaard : El Hijo del Enemigo 5

Capítulo 5

La brisa nocturna se infiltraba suavemente en la habitación, a pesar de la solidez de las pesadas cortinas. Nada podía detenerla. El aire del mundo exterior se colaba, portador de un soplo fresco… y perturbado.

Reinaba la calma. Absoluta. Cada adorno, cada centímetro del lugar parecía haberse congelado en una paz rara, casi sagrada. Una calma profunda, como un bálsamo tras una larga agonía. Una tregua silenciosa. Era agradable. Tan agradable… que rozaba lo irreal.

Aidan estaba de pie, con la mano apoyada en la puerta-ventana entreabierta, dejando que la brisa penetrara en aquel espacio inmóvil. Frente a él, el jardín. Intacto en su desolación. Aún portaba las cicatrices de la guerra, pero seguía en pie, como un veterano que se niega a caer.

Nada había cambiado. Ni la habitación, ni los muebles, ni la vista majestuosa de Thembel. Incluso el silencio parecía el mismo. Y sin embargo, todo había cambiado.

Era él, el príncipe vampiro, quien ya no era el mismo.

Esa calma, tan parecida a la de ayer, le parecía ahora engañosa. Sentía algo. Una presencia… o una ausencia demasiado densa. Una advertencia en las corrientes de aire. Los lamentos mudos de un mundo aterrorizado.

Una sensación extraña lo presionaba — como una mano invisible en la nuca. Algo que aún no comprendía. Una intuición salvaje, incómoda, que intentaba despertarlo ante la urgencia silenciosa que ya se cernía sobre el mundo.

Para vencer a Emma, Aidan había roto un sello — uno de los pilares secretos que todavía protegían este mundo de las tinieblas eternas. Lo ignoraba… pero Versias ya se había puesto en marcha. Ya los pueblos antiguos se alzaban. Las hadas, los elfos, los cazadores. La sombra de la guerra reptaba hacia el amanecer.

Impasible, Aidan alzó la vista hacia el cielo.

Frunció el ceño. El firmamento, vasto y tranquilo todavía la víspera, se había tornado de un rojo sangre. Un rojo siniestro. Un cielo furioso. Como si la naturaleza misma lo culpara de algo.

Desvió la mirada. Luego volvió.

Algo lo obligaba a observar. Como un dedo acusador apuntando hacia él. Un juicio silencioso. Una voz muda que parecía susurrarle: “Mira. Es tu culpa. Tienes que asumirlo.”

Y siempre, en un rincón de su mente, la voz de Anita — la Guardiana.

Sus palabras giraban en bucle, obsesivas. “Eres el hijo del enemigo.”

¿Qué significaba eso? ¿Quién era ese “enemigo”? ¿Por qué esas palabras resonaban como una profecía cuyo sentido aún no comprendía?

Las preguntas se multiplicaban. Un laberinto de interrogantes, todos sin respuesta.

Pero no tenía el lujo de perderse en ellos.
Las respuestas llegarían. Algún día. Pero por ahora, solo importaba una cosa: proteger a Sylldia.

Lo que aún no sabía era que su decisión no era más que una pieza más en una máquina inmensa. Un engranaje de milenios. Una maquinación de la que aún no veía ni la forma ni a sus verdaderos amos.

Pero en el fondo, todo eso importaba poco.

Aidan nunca había sido de los que se dejaban arrastrar por la duda. Hacía lo que siempre había hecho: enfocarse en la tarea presente. Necesitaba información, conocimiento y, sobre todo, imponer su autoridad. Solidificar los cimientos de su poder. Expandir su dominio. Afirmar su reino.

La puerta de su habitación se abrió lentamente, con un susurro apenas audible.

No se dio vuelta. No era necesario. Permaneció inmóvil, la mirada fija en el cielo tormentoso, como si intentara leer en sus nubes el futuro que se estaba escribiendo.

El individuo se acercó y se detuvo a unos pasos de él. No hizo falta decir una sola palabra. El peso que cargaba el príncipe vampiro se leía en su rostro, en la tensión discreta de sus facciones, en la intensidad serena de su mirada.

— ¿Desea algo... Maestro?

Esa ultima palabra cayó con peso en el aire, con una solemnidad casi irreal. Resonó en la mente de Aidan como una detonación sorda, un eco antiguo venido desde el fondo de los tiempos. Giró la cabeza, lentamente, para posar los ojos sobre el mayordomo.

— Veo que al fin has tomado tu decisión, Assdan.

Su voz era baja, pero firme. Hizo una pausa, observando la expresión digna y silenciosa de su fiel sirviente.

— ¿Cómo reaccionaron mis padres?

Assdan se acercó. Se colocó a su lado, levantó la vista hacia el cielo rojo sangre, sin apuro.

— Sus padres lo aceptaron.

Un leve suspiro, casi imperceptible, escapó de los labios de Aidan. Un alivio discreto, profundo. Sabía que sus ambiciones se alejaban de las tradiciones de la línea real. Sabía que sus objetivos quizá chocarían con la visión del matrimonio reinante. Pero el hecho de que hubieran liberado a Assdan para convertirlo en su brazo derecho no era solo un acto de amor o confianza... tal vez era también una prueba. Y él demostraría que era digno.

— Bien —respondió simplemente—. ¿Y qué saben?

Assdan apartó los ojos del cielo y los hundió en los de Aidan.

— Creo que hay verdades que deben venir de usted, no de mí.

El príncipe sostuvo la mirada. Comprendió. Assdan no había dicho nada sobre Sylldia, ni sobre las palabras de la Guardiana Anita. No había traicionado ningún secreto. Seguía siendo fiel, como siempre.

— Lo entiendo.

Ambos fijaron la vista en el horizonte. A lo lejos, la ciudad se extendía, envuelta en una paz frágil, inconsciente de las tormentas que se avecinaban. El silencio se instaló, solemne, denso. No era un vacío, sino una espera. Un silencio que precede a las proclamaciones reales, un aliento antes de la sentencia.

Y entonces, sin apartar la mirada, Aidan habló.

— Voy a tomar el control de la ciudad. No solo protegerla. No simplemente dominarla desde las sombras como lo ha hecho siempre mi familia. No. Me haré con ella por completo. Quiero que cada engranaje, cada movimiento, cada decisión pase por mí.

Se volvió hacia Assdan.

— Y tú vas a ayudarme.

El tono era firme, pero medido. No una orden seca. Tampoco una petición. Una certeza. Una alianza.




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