La temperatura cayó bruscamente en el edificio, como si un enemigo invisible hubiera lanzado un asalto silencioso. No era el frío del invierno, no el que muerde la piel y entumece las extremidades. No. Este venía de otro lugar. No atacaba al cuerpo, sino al alma.
Los cazadores, repartidos en distintos niveles del edificio, sintieron de inmediato lo extraño de ese frío. Los que estaban cerca de la planta baja reaccionaron primero, atraídos por corrientes de aire que parecían tener voluntad propia. Siguieron esos flujos, guiados por una intuición instintiva, y pronto convergieron hacia la enfermería.
Con cada paso, la presión aumentaba. Invisible, pero palpable. Una fuerza los oprimía, como si algo rechazara su presencia. Una advertencia. Un muro de energía.
Sin esperar, Canoë abrió la puerta.
Se sobresaltó. Una oleada de energía la golpeó de lleno, succionándola dentro de una ráfaga invisible. El aire se volvió denso, casi sólido. El frío era penetrante, pero no sobre la piel —estaba dentro, en los huesos, en la conciencia.
Las paredes vibraban. Los cristales gemían. Algunos objetos de vidrio se agrietaban bajo la presión, como si la propia sala protestara contra una intrusión.
Y sin embargo, todo parecía... normal. A simple vista.
Al fondo de la sala, la joven bruja levitaba ligeramente sobre la camilla. Los ojos cerrados. Inconsciente.
Canoë se acercó sin tocarla. Observaba a la joven con cautela. El frío la envolvía, pero no provenía de ella. Era... otra cosa. Un nudo se le formó en la garganta. Una corazonada. La sala ya no era solo una sala.
Entonces lo comprendió.
La enfermería seguía existiendo... pero superpuesta a ella había aparecido otro mundo. Un mundo espiritual. Otra dimensión. El acceso solo era visible para quienes sabían mirar. Las brujas tenían ese don. Y esta joven —aunque inconsciente— lo había cruzado.
—¿Ha recuperado el conocimiento? —preguntó a Brenda, su asistente, que se había quedado cerca de la cama un poco antes.
—No. —respondió ella con voz firme, casi helada.
La joven bruja aún respiraba, su cuerpo estaba en calma. Pero de ella emanaba una tensión extraña. Como si estuviera luchando, en otro lugar.
—Ya veo. —susurró Canoë, pensativa.
Luego, en tono seco, ordenó:
—¡Salgan todos!
Los demás intercambiaron miradas dudosas, pero obedecieron. Algunos habían comprendido lo que ella acababa de descubrir. Otros, no.
La bruja estaba atrapada en un mundo astral. Un viaje inconsciente. Probablemente involuntario. Interferir ahora sería peligroso. Para ella. Para ellos.
—¿De verdad la vamos a dejar así? —preguntó Brenda, perpleja.
Canoë no se volvió. Ya caminaba hacia la salida.
—No podemos hacer nada por ella. No hasta que regrese por su cuenta.
Y salió de la sala.
Los demás la siguieron, uno a uno, sin decir palabra.
Atónita, Melfti giró sobre sí misma. Se quedó inmóvil, desconcertada. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí. Una vez más, se volteó. Nada. Sus ojos no distinguían más que vacío. Una niebla espesa la rodeaba, sofocando su visión y confundiendo sus sentidos.
Entonces, la joven bruja cerró los ojos. Dejó de resistirse y permitió que su espíritu se conectara con aquel lugar. Alguien —o algo— la había llevado allí. ¿Por qué razón? Aún no lo sabía, pero estaba decidida a descubrirlo.
Y sin embargo, lo sentía en lo más profundo de sí misma: no estaba muerta. Aún no.
Allí. A solo unos pasos frente a ella. Una fuerza. Una energía extraña, casi familiar, la llamaba. Como una baliza silenciosa guiando su espíritu. Abrió los ojos y dio un paso. La niebla retrocedió lentamente.
Otro paso. Avanzaba. Y ya el velo se disipaba a su alrededor. Un paso más... y la neblina desapareció por completo.
Se detuvo, sobrecogida.
Ante sus ojos se extendía un lugar irreal: una diminuta isla suspendida en el espacio, flotando en medio del vacío. Como si el mundo mismo hubiera dejado de existir a su alrededor.
Y allí, frente a ella, se alzaba un monumento enigmático. Siete pilares formaban un círculo sagrado. O más bien... seis, porque uno de ellos estaba roto. En el centro, un altar solitario se erguía, cargado de una energía palpable.
Una confrontación invisible tenía lugar allí. Algo intentaba liberarse, romper sus cadenas. Sentía el miedo, la ira, la frustración... un torbellino de emociones encontradas. Una fuerza siniestra parecía estar a punto de despertar.
Melfti se acercó, atenta. El altar era simple, casi olvidado. Solo unas ruinas. Pero reconoció ciertos símbolos grabados. Runas antiguas. Las brujas de su linaje las usaban para sellar espíritus, encerrar recuerdos, bloquear pasajes hacia otros mundos.
Siguió explorando. Cada pilar llevaba una marca distinta —vestigios de emblemas borrados por el tiempo. Pero entonces… se detuvo.
Uno de los símbolos estaba intacto. El de un ciervo blanco.
Lo reconoció al instante.
El ciervo blanco, emblema de la paz en el mundo espiritual. Símbolo ancestral del linaje Naxel. El suyo.
Pero estaba roto.
Dos fragmentos de piedra a sus pies. Los recogió con cuidado, intentando unirlos. Como si, con ese gesto, pudiera reparar el pasado. Restaurar el honor perdido.
Una pregunta surgió en su mente, afilada, brutal:
¿Qué hacía el símbolo de su familia en un lugar como este?
Observó largamente los pedazos rotos, leyendo en ellos la historia de su linaje. Ese símbolo que había venerado toda su vida. Que había aprendido a honrar. Que adornaba su tesoro más preciado.
El cristal que Emma había robado.
Al pensar en eso, una oleada de ira la invadió. También la vergüenza. La humillación. Una traición que seguía sangrando.
Sus dedos se tensaron.
Y en un gesto de rabia contenida, dejó caer los fragmentos. Como su orgullo. Rotos.
Pero sus ojos no podían apartarse del emblema. Entonces, otro sentimiento la invadió: impaciencia. Quería salir de esa dimensión. Pero no sabía por qué estaba allí, ni cómo regresar.
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Editado: 30.08.2025