Liamdaard : El Hijo del Enemigo 5

Capítulo 7

La noche se aferraba aún a sus últimos suspiros. Sus tinieblas, debilitadas por el despertar lento pero ineludible del alba, resistían como una bestia acorralada. No querían ceder. No. Se negaban a exponer los horrores que cobijaban: los vicios, las violencias, el caos… y la muerte.
Querían guardar sus secretos, ocultar las cicatrices de un mundo que se pudría en silencio. Pero la luz, paciente, persistente, ganaba terreno —inexorable.

El príncipe ya estaba de pie. El sueño le había sido negado. Las tinieblas lo habían encerrado en un sudario de angustias, impidiéndole proyectar su mirada hacia el porvenir. Una niebla espesa y tóxica cubría su mente, como si el mundo mismo se negara a revelársele.

Entonces se había levantado. Sin un ruido, descendió por las escaleras, cada paso amortiguado por la piedra. Luego cruzó la puerta, dejando que el frío de la mañana besara su rostro. Una presencia silenciosa se demoró en su sombra: Assdan, el mayordomo, su silueta fiel, listo ya para seguirlo como un eco nocturno.

Aidan se detuvo. Inclinó levemente la cabeza hacia atrás, sin volverse.
—Voy a caminar un poco. Solo. No me sigas.

Sin esperar respuesta, reanudó su marcha, internándose en los restos de la noche. Assdan cerró la puerta con una lentitud respetuosa. El príncipe necesitaba silencio, soledad. Debía encontrar un sendero a través de la bruma interior que lo ahogaba.

Su paso era lento, medido. Cada pisada golpeaba el suelo con determinación. Sin vacilaciones, sin interrupciones. Avanzaba a través de las tinieblas aún indómitas, aquellas que se negaban a ceder su trono a la luz del amanecer. Y a medida que progresaba, era como si esos pasos fueran despejando poco a poco las nubes en su mente.

Caminaba. Suavemente. Metódicamente. Sin un rumbo preciso. Su cuerpo lo guiaba, entregado a una memoria inconsciente. Y pronto se encontró en los barrios del sur de Thenbel —una zona densamente poblada, hoy extrañamente silenciosa.

Allí, entornó los ojos. Notó que su cadencia no había cambiado. Si su paso hubiera sido más rápido, habría aminorado la marcha. Pero ya caminaba despacio, como arrastrado por una inercia muda. Sin embargo, algo se había deslizado en el silencio —imperceptible, pero real. Ya no era su cuerpo quien dirigía el andar. Un impulso nuevo, oscuro e irresistible, se había colado en él. Su trayectoria había cambiado… sin que él lo ordenara.

Un olor. Abyecto, y sin embargo familiar. Dulzón, metálico… fascinante. Sangre. Se filtraba en sus fosas nasales como una promesa. Y ese olor se volvió guía. Una invitación muda.

Luego vino la visión.

Rastros rojizos. Una hilera de cadáveres arrojados al suelo. Cuerpos casi vacíos, marchitos, abandonados como restos de un festín bestial. Ese lugar… era la mesa de un cazador. El refugio de un monstruo.

Y esa escena —esa abominación— formaba parte de lo que la noche había querido ocultar a toda costa. Una de las verdades que el alba, implacable, venía ahora a revelar.

El príncipe se detuvo al fin. Observaba la escena con una atención gélida. Su postura, erguida e imperturbable, no delataba nada. Y, sin embargo, una rabia sorda había despertado en él —silenciosa, pero devoradora.

Los vampiros debían beber sangre para sobrevivir. Incluso él, pese a su linaje, no escapaba a esa ley. Pero lo que veía ahí… no era una comida concluida. No era supervivencia. Era una masacre. Un derroche. Violencia por placer. Y Aidan detestaba el derroche. Odiaba esa indiferencia hacia la vida, esa profanación de la sangre —incluso la de los mortales.

Un grito le azotó el rostro. Luego, un rictus, muy cerca. El depredador aún no había regresado a su guarida. La cacería no había terminado.

Los alaridos se alzaban en el aire húmedo, crudos, desesperados. Ningún auxilio. Ninguna esperanza. Al menos, eso creía el cazador.

Aidan siguió la voz, sereno, preciso. Y ahí, en la sombra, lo vio: un adolescente. Un muchacho de silueta frágil, atrapado entre dos muros. Y, pese al miedo que lo envolvía, pese a la aplastante superioridad de su agresor, el niño aún resistía. Luchaba. Se negaba a someterse.

El vampiro, irritado, lo golpeó. Una vez. Otra. Cada golpe era brutal, hecho para quebrar. Pero el chico no cedía. Sangraba, temblaba… pero rechazaba el desconsuelo.

La mirada de Aidan descendió hacia su espada. El legado de los Bolger. El trofeo de su victoria sobre Alfred, su doble corrompido. Un arma digna de reyes. Y sin embargo… juzgó esa muerte demasiado noble para una criatura tan miserable.

Entonces bajó la vista. Allí, en el suelo, yacía un fragmento de muro roto. Lo tomó. Su mano se abrió, y una leve onda de poder se filtró en la piedra.

El vampiro se sobresaltó.
Había sentido la amenaza.
Pero demasiado tarde.

En un suspiro, Aidan atravesó el aire —y la piedra, cargada de energía, destrozó el pecho de la bestia. El corazón estalló en jirones. Se desplomó, como vacío de alma.

Sin una palabra, sin siquiera mirar el cadáver humeante, Aidan se dio la vuelta. Retomó su camino, el rostro tan inmóvil como al llegar. No se detuvo. Dejó al muchacho allí, de pie en medio de los escombros, con los recuerdos aún ardiendo en los ojos.

No tenía ánimo para banalidades. No hoy.

Sus pasos lo llevaron frente al Ónix. La escena de horror estaba apenas a unas calles de la taberna de los cazadores. Desplegó su aura. Nada. Ninguna vibración. Ningún eco. El vacío.

Entonces, una verdad se impuso: los Byron se habían marchado.

La sociedad de cazadores había sido duramente golpeada por las manipulaciones de Emma, la bruja. Como linaje fundador, eran los Byron quienes tenían el deber de restaurar la imagen y la fuerza de los cazadores. Esa evidencia le arrancó una ligera sonrisa.
—Perfecto —murmuró.

Un obstáculo menos para la ejecución de su plan.

Reanudó la marcha. Cruzó callejones silenciosos, en dirección a un sendero escarpado. Un recuerdo emergió. Fue aquí, en este mismo lugar, donde había estado con Rose el día en que Versias los atacó. Se sentó un momento. El sitio ofrecía una vista única de la ciudad.




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