Liamdaard : El Hijo del Enemigo 5

Capítulo 8

El silencio, pesado y torpe, se instaló en el gran salón. Los murmullos se desvanecieron como humo arrastrado por el viento. El aire se volvió denso de golpe; cada respiración era un esfuerzo contra la gravedad de los sentimientos que llenaban la sala: vergüenza, remordimiento, culpa.

Las miradas se apartaron. Nadie se atrevía a fijarlo directamente. Los cazadores apenas le dirigían destellos furtivos, robados. Porque él era la encarnación de su falta, su pecado hecho carne. El impostor personificaba su traición, sus malas decisiones.

Habían creído en sus discursos. Apoyado su causa. Le habían puesto en las manos la llave de la sociedad de cazadores, que pertenecía por derecho a los Byron. Habían traicionado a la primera estirpe. Incluso aquellos que no participaron activamente en esa usurpación cerraron los ojos cuando Chris eliminaba a quienes se negaban a seguirlo.

En el fondo, todos lo sabían: el veredicto que pendía sobre Chris también los juzgaba a ellos.

El silencio se espesó aún más. Incómodo. Un último cruce de miradas antes de que se extinguiera por completo. Entonces Draven se levantó. Sus pasos resonaron en la sala, pesados y medidos.

Chris no reaccionó. Ya no era realmente él mismo. La bruja del caos, Ema, había quebrado su espíritu.

Draven pasó frente a él sin dedicarle siquiera una mirada. No era digno de ella. Se detuvo un poco más adelante, como si invitara al silencio a abrirle paso. Luego se volvió hacia la asamblea.

Algunos bajaron los ojos para escapar de esa mirada ardiente, otros la sostuvieron. Esos reconocían su culpa e inclinaban la cabeza en señal de sometimiento.

Siempre imperturbable, Draven observaba. En apariencia se mostraba sereno. Pero dentro de él rugía una tormenta apenas contenida. La ira. Su padre había sido asesinado. El resto de su familia había debido huir de aquellos que consideraban hermanos de armas, perseguidos como criminales… como las criaturas de la sombra que antes cazaban juntos.

Inspiró hondo, dejando que esa furia recorriera sus venas. No intentó detenerla ni combatirla. Y, con otra respiración, la liberó. No podía servirse de ella. Era jefe, ahora. Por encima de sus sentimientos personales.

Pero una certeza permanecía: ningún crimen debía quedar impune. Y éste serviría de ejemplo.

—Es una vergüenza para nuestra generación… —dijo Draven al fin.

Su voz estaba firme, sin acusación directa, sin reproche violento. Eran las palabras de un corazón que sangraba. Y toda la asamblea sangraba con él.

—Nuestra organización siempre ha sido un símbolo de paz, respeto y justicia. Luchamos en la sombra para proteger a los hombres. No por recompensa, sino por honor. Porque es nuestro deber.

Hizo una pausa, dejando que un silencio se instalara, como si diera espacio a sus palabras para infiltrarse en cada mente. Murmuradas en un tono bajo, resonaban sin embargo con la fuerza de un trueno interior.

—La gran mayoría de los hombres ignora nuestra existencia. Porque no buscamos gloria ni reconocimiento. Actuamos para preservar la vida, defender a los más débiles y mantener el equilibrio de este mundo frágil.

Su mirada recorrió la sala. Inspiró profundamente. La asamblea entera parecía hipnotizada: ni un murmullo, ni siquiera un respiro brusco. Todos quedaban suspendidos de sus palabras, como aplastados por el peso de esa confesión.

—Pero mírennos hoy… ¿Qué pensarían nuestros ancestros al vernos así?

Esa pregunta golpeó como un impacto invisible. La culpa se derramó en cada pecho. La vergüenza también. La sensación de haber traicionado a quienes habían construido su mundo.

—Fuimos traicionados, manipulados, divididos. Alzamos nuestras armas contra nuestros propios hermanos y hermanas. Perseguimos y asesinamos a los nuestros. Nos convertimos exactamente en esos monstruos inmorales y crueles que cazamos… Peores aún que los vampiros.

Palabras duras, filosas como una hoja. Una puñalada directa al corazón de su orgullo. La idea de haberse vuelto semejantes a las criaturas que cazaban se infiltró en ellos como un veneno persistente. Sus gargantas se resecaron.

—¿Cómo llegamos a esto?—

Draven se encerró en un silencio torturador, un silencio que obligaba a cada uno a enfrentarse a su propio reflejo, a contemplar la oscuridad de su pecado. La asamblea permanecía helada; algunos temblaban sin poder evitarlo.

El jefe giró lentamente la espalda. Sus pasos resonaban en la sala como nudos que se apretaban alrededor de sus cuellos. Cuando pasó cerca de Chris, sentado en el suelo, se detuvo. Sus palabras cayeron entonces como vinagre sobre una herida abierta.

—Sed de poder. Avaricia. La arrogancia nos cegó, y nos volvimos peones en el juego de la bruja. Nuestra identidad nos fue arrancada. Nuestro ORGULLO.—

Escupió esa última palabra con una fuerza brutal, y la asamblea estremeció como un esclavo recibiendo el golpe seco de un látigo. Una presión aplastante les oprimió el pecho.

—Muchos fueron asesinados cobardemente —prosiguió Draven, girándose hacia ellos—. Pero ustedes… aún siguen aquí. Vivos.—

La frase, a la vez declaración y sentencia velada, se grabó en cada mente como una marca al rojo vivo.

—Todos merecen ser castigados con dureza. Podría despojarlos de sus títulos, quitarles sus privilegios, arrojarlos a las mazmorras o desterrarlos para siempre. Sería fácil… y justo. Pero no lo haré. El mundo nos necesita más que nunca. A cada uno de ustedes.—

Su mirada se volvió más cortante, y un ardor silencioso se expandió en la asamblea. Nadie escapó a él.

—Ésta es su sentencia. Vivirán con el peso de sus decisiones… de su traición. Cada víctima que caiga porque un cazador no haya podido intervenir estará sobre su conciencia. Y cada vez que crucen mi mirada, recordarán este día. Sabrán que deberán recuperar la confianza del clan Byron… centímetro a centímetro.—

Las últimas palabras quedaron suspendidas en el aire, afiladas como cuchillas. Nadie se movió. Nadie se atrevió a hablar. Entonces Draven volvió su atención hacia Chris.




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