El aire parecía asfixiante a pesar de la inmensidad de la sala. Las paredes, testigos mudos del ritual, temblaban bajo la presión invisible. El suelo vibraba sin descanso, y los granos de polvo, mezclados con la tierra, se alzaban sin tregua, obligados a danzar al ritmo de la magia.
La energía oculta saturaba cada rincón, tan densa que se desbordaba más allá de los muros del castillo en V de Versias, extendiendo su amenaza hasta los alrededores. Las sacudidas regresaban en oleadas implacables, y aun aquellos que jamás habían tocado los arcanos —vampiros incluidos— podían sentir esa fuerza monstruosa. Era tan tangible que cualquiera habría jurado poder atraparla con las manos, empuñarla como un arma.
Durante horas, ese poder había devastado el castillo. Una noche entera había pasado desde el fin de su reunión. Naldad había transmitido las órdenes del gran maestro a las brujas. Ahora, solo aguardaba.
De la sala del ritual se escapaba un calor sofocante. En el suelo, un círculo rojo sangre, adornado con entrañas de serpientes, hierbas secas, polvos mágicos y otros estigmas de los arcanos prohibidos, latía con un aura malsana. Setenta y siete velas iluminaban la sala con un resplandor vacilante pero inquebrantable. A pesar de las ráfagas ocultas que las azotaban, ninguna llama se doblegaba.
En el centro del círculo, Ema y, frente a ella, Silhenna. Las dos brujas se sostenían de las manos, y entre ellas reposaba un mapa de Liamdaard. Sus miradas febriles intentaban apresar lo inasible. Rastreadoras del emplazamiento de las llaves, esos artefactos malditos capaces de liberar a Morgral.
Sin embargo, pese al tiempo transcurrido, pese a las invocaciones de localización, pese a los artefactos usados para multiplicar su magia, fracasaban. Siempre nada. El sortilegio divino que protegía las llaves se mantenía aún, frágil pero obstinado.
Persistían. Un intento más. Otro conjuro de localización, tal vez el milésimo. El resultado fue el mismo: la nada. Un nuevo fracaso, implacable, sumándose a los anteriores. Pero rendirse no les estaba permitido.
Un nuevo fracaso. La frustración crecía, carcomiendo su paciencia. La molestia se imponía como un ardor. Hicieron una pausa. Silhenna clavó la mirada en los ojos de Ema, intensamente, hasta que una idea la atravesó —una evidencia.
—Para que un hechizo de localización funcione, siempre debe haber un vínculo con lo que buscamos. —Inhaló profundamente.— Pero no tenemos nada… nada aparte de ti. Y, lamentablemente, tú no estás realmente ligada a esas llaves.—
Ante esas palabras, Ema quedó sumida en sus pensamientos. Silhenna tenía razón. No poseían nada que pudiera conectarlas con las llaves, y romper el sortilegio divino de protección podía llevar días, quizás semanas. Tiempo del que no disponían.
—¿Qué hacer, entonces? —murmuró.
El silencio se espesó entre ellas. Escarbaban en lo más profundo de sus memorias, de sus saberes ocultos, en busca de una solución. En vano. La sensación era la de un naufragio: como si hubiesen sido arrojadas al mar, un peso encadenado a sus pies, hundiéndose cada segundo más, alejándose de la superficie, de cualquier logro posible.
—Ya has tenido una de las llaves en tus manos. ¿Qué sentiste? —preguntó de pronto Silhenna, como si acabara de hallar la grieta.
—No sabía que era una de las llaves —replicó Ema.
—¿Y qué importa? La tuviste. Debes poder recordar lo que sentiste… sobre todo su huella energética.—
Entonces Ema comprendió. Su mente regresó al cristal de los Naxel. Recordó aquella potencia única, una energía ajena, aplastante, que jamás había encontrado en otro lugar. Tal vez ese recuerdo bastaría. Tal vez podría resquebrajar el sortilegio divino.
Extendió sus manos hacia Silhenna.
—Intentémoslo de nuevo.—
Lo hicieron… y fracasaron una vez más.
—¿¡Por qué!? —sollozó Ema.
El agotamiento la consumía, su paciencia se desmoronaba, dando paso a la ira. Maldecía a los dioses, al hechizo, a esas malditas llaves. Un torbellino de dudas y preguntas la ahogaba. ¿Por qué ella?
Mientras Ema se hundía en la desesperación, Silhenna permanecía en reflexión. El fracaso era evidente, pero había percibido una posibilidad.
—Creo que encontré una solución —susurró.
Ella también estaba exhausta, atormentada, pero su voz vibraba con convicción.
—¿Cuál? —preguntó Ema, impaciente.
—No te gustará… pero no tenemos otra opción.—
Ema se irguió, el ceño fruncido, la curiosidad desplazando por un instante el cansancio. La desconfianza llegó enseguida. Clavó su mirada en la de su compañera, intentando descifrar sus intenciones. En vano: las brujas sabían ocultar sus pensamientos.
—¿Cuál es tu idea?—
Silhenna sostuvo su mirada, respiró hondo y habló sin rodeos:
—Tu recuerdo no es lo bastante fuerte. Debes dejarme entrar en tu mente, revivir el instante en que tuviste el cristal. Captaré su energía y luego, solo tú lanzarás el hechizo de localización. Podrás rastrear firmas similares.—
El plan era claro. Difícil, arriesgado, pero posible. Y aun así, Ema dudaba.
—No —replicó con sequedad.
El silencio cayó. Luchaba contra sí misma, mientras Silhenna la observaba con una mirada ardiente.
—No puedo dejarte hurgar en mi mente.—
Abrir su mente a otra bruja, sobre todo a una miembro de Versias, equivalía a lanzarse a los lobos. Demasiado peligroso.
—¿Tienes una mejor opción? —cortó Silhenna. Sin respuesta.— La paciencia del gran maestro se agota. Estaremos muertas si no hay avances.—
Tenía razón. El gran maestro quería las llaves. Y aunque quizás no las matara todavía… existían castigos mucho peores que la muerte.
Ema inhaló profundamente y, a regañadientes, cedió.
—Hagámoslo.—
Silhenna sonrió en silencio, en lo profundo de su corazón, mientras el de Ema sangraba.
—Empecemos —ordenó.
Ema cerró los ojos y se sumergió en sus recuerdos: la conquista de Mortka, el instante en que sostuvo por primera vez la llave de los Naxel. La potencia que había sentido la invadió de nuevo. Entonces abrió su mente a Silhenna. Ahora, esta última también vivía aquel momento.
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Editado: 06.09.2025