Los cazadores fijaron la mirada en el asiento con perplejidad. Siempre había estado allí, reinando en el corazón del salón desde hacía siglos. El edificio había sido remodelado, ampliado y renovado en numerosas ocasiones, pero jamás el trono del jefe había cedido al tiempo. Permanecía inalterable, como si existiera fuera del mundo.
Draven se acercó, con gravedad en la mirada. Lo rodeó lentamente, examinando cada grieta, cada veta de la madera, cada destello de metal. Nada. A simple vista, no era más que un asiento inmóvil, arraigado en la piedra, sin mecanismo aparente, sin punto de apoyo para moverlo.
—¿Estás segura de que una de esas famosas llaves está oculta aquí? —preguntó, clavando los ojos en los de Melfti.
La duda era legítima. Las palabras de una bruja nunca eran sencillas: casi siempre torcidas, enigmáticas. Sin embargo, ni siquiera él podía negar la fuerza que había emanado de aquel trono instantes atrás.
Melfti no respondió. Se adelantó hacia el asiento, sus dedos rozando la madera antigua. Permaneció inmóvil un momento, concentrada, como si intentara escuchar aquello que nadie más podía percibir. La asamblea contenía la respiración. La confianza aún les faltaba, pero el aura del trono no podía ignorarse. Detrás de su desconfianza, ya asomaba la avidez: deseaban ese poder.
Entonces una chispa atravesó la mirada de la bruja. Una intuición. Una certeza.
—Revela lo que ha sido ocultado. —murmuró en tono de invocación.
El conjuro era sencillo, pero la verdad que contenía, implacable. Un resplandor rojizo recorrió la madera. Lentamente, una forma se fue grabando, quemando la superficie como una cicatriz antigua que despertaba.
Una palmeta apareció en el travesaño del asiento. Un símbolo que todos conocían. El de los cazadores. Más precisamente… el de la casa Byron.
Una ola de estupor atravesó el salón. Los murmullos se apagaron de un solo aliento. Todos comprendieron. El trono siempre había pertenecido a los Byron… y ellos lo habían entregado a los Bolger. La traición de su linaje les golpeó en el pecho como una daga en el corazón.
Y detrás de la vergüenza, otro sentimiento se impuso: el miedo.
¿Y si la bruja decía la verdad?
¿Y si el mundo estaba realmente al borde del colapso?
Las miradas se cruzaron, pesadas, sofocadas por una presión invisible. El aire mismo parecía cargar sobre sus hombros.
—Acércate. —ordenó Melfti.
Draven obedeció. Su paso resonó en el silencio. El trono había cambiado de aspecto, pero ninguna abertura, ningún escondite aparecía todavía. La bruja comprendió.
—Tu sangre es la llave. Derrámala sobre el símbolo.
Un pacto de sangre. Sólo la de un patriarca Byron podía romper el sello. Sólo la sangre de Draven.
El cazador fulminó a Melfti con la mirada. La duda lo atravesó, pero no escuchó esa voz interior. La bruja había ganado un fragmento de su confianza —frágil, pero suficiente.
Desenvainó su espada y abrió la palma izquierda. Unas gotas escaparon y cayeron sobre la palmeta grabada.
Entonces, el trono cobró vida. El emblema absorbió la sangre, la devoró, trazándola metódicamente a lo largo de las líneas marcadas. El rojo brillante serpenteó por todo el asiento hasta alcanzar sus cuatro patas. Cuando por fin la sangre tocó la piedra del suelo y se unió en un punto central, el castillo entero tembló.
Un estremecimiento recorrió el salón. Los cazadores, con los ojos desorbitados, observaron cómo el suelo se hendía bajo el trono. Lentamente, con un rugido sordo, un bloque de piedra se elevó y luego se deslizó a un lado, revelando una cavidad escondida durante siglos bajo sus pies.
Un soplo de aire antiguo se escapó de la cavidad. En la penumbra del escondite reposaban un cristal y un viejo pergamino, intactos, preservados por una magia olvidada.
Melfti entrecerró los ojos. El artefacto vibraba en el aire como un corazón arcaico, aún palpitante. Su forma, su resplandor… se asemejaba a aquellos de los que hablaban los susurros de su linaje. La bruja no tenía la menor duda: era una de las llaves. Un poder formidable, semejante al que había presentido en otra época, pero distinto, más pesado.
Y en su mente, una certeza le heló la sangre: pronto, los partidarios de Morgral vendrían a arrebatárselo.
Draven, en cambio, se inclinó y tomó ambos objetos.
El cristal, al primer contacto, emitió una vibración sorda. Y de inmediato, toda duda se disipó en la asamblea. Todos lo sintieron, hasta en los huesos: la resonancia de aquel poder despertaba algo enterrado, ecos ancestrales, la memoria misma de su sangre.
Ese mundo estaba al borde de la destrucción.
El jefe de los cazadores se irguió y avanzó hacia la asamblea. En su mano izquierda, el pergamino. En la derecha, el cristal.
Y Melfti guardó silencio. Ya no necesitaba hablar. Su objetivo estaba cumplido.
El resto dependía ahora de su elección.
Draven inhaló, dispuesto a tomar la palabra. Pero de pronto, arrojó el pergamino al suelo y lanzó un grito ronco, atravesado por el dolor.
Un estremecimiento de estupor recorrió la sala. La asamblea retrocedió, sobrecogida. Incluso Melfti, hasta entonces imperturbable, dejó que su máscara se resquebrajara. Sus ojos se abrieron con incredulidad.
El pergamino se encendió en una luz cegadora. Roja como la sangre al principio, luego, en un estallido violento, brotó un azul incandescente.
Los cazadores desenvainaron de inmediato sus armas. Melfti también se preparó, invocando su magia. Toda la sala vibraba, saturada de energía bruta.
Luego, el silencio. La tensión cedió, pero no el asombro.
Siete siluetas femeninas aparecieron, etéreas, soberanas. Y detrás de ellas, siete sombras colosales de dragones. Miradas incrédulas se alzaron: todos reconocieron esas formas titánicas. Los dragones fundadores. Los ancestros de las siete casas originales.
Su sangre no necesitaba explicaciones. Una certeza se imprimió en su carne: aquellas mujeres no eran ilusiones.
Eran sus madres, sus ancestras.
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Editado: 06.09.2025