Liamdaard : El Hijo del Enemigo 5

Capítulo 11

Aidan estaba sentado, con una calma inquietante. Demasiado calma. Como si nada pesara sobre sus hombros. Saboreaba la caricia ligera de la brisa, contemplaba el desfile de flores y la majestad silenciosa de los árboles. Hasta el viento parecía contenerse, rozando apenas las ramas, temeroso de perturbar el instante. El príncipe bebía su té como quien degusta una obra de arte: lentamente, plenamente.

No estaba solo. Sylldia, Dieltha, Sabo, Indrik y Akasha lo rodeaban. Pero sólo él disfrutaba de esa frágil serenidad.

En los demás, el tumulto hervía. Sus pensamientos chocaban, atrapados en la confusión. ¿Cómo podía Aidan permanecer impasible después del enfrentamiento brutal con sus padres, después del ultimátum lanzado por la reina de hielo?

Un día. Apenas veinticuatro horas para erradicar las amenazas que corroían Thenbel. Cada minuto se escurría como arena entre los dedos, y sin embargo el príncipe seguía allí, sorbiendo su té, disfrutando de la dulzura del jardín.

Ese aplomo empezaba a inquietar a sus compañeros. Sobre todo a los jóvenes hombres lobo, cuyo ardor hervía en la sangre.

—¿De verdad crees que tienes tiempo para beber té así, Aidan?—

La voz de Sabo hendió el silencio como una garra. El Alfa supremo hablaba con esa mezcla de provocación y burla que le era propia.

Pero Aidan no respondió. Ni un gesto, ni una palabra. Como si las palabras del lobo jamás hubieran existido. Simplemente alzó la taza a los labios, saboreando un nuevo sorbo. La indiferencia absoluta.

Ese desprecio encendió la ira de Sabo.
—No me digas que tienes miedo. Sabes que vas a fracasar.—

Detrás de él, Indrik y Akasha, demasiado jóvenes y demasiado impetuosos, sostenían a su Alfa con la mirada. Su impaciencia vibraba, su desafío crecía. Pero Aidan seguía sin moverse. Sus ojos permanecían fijos en el jardín, como hipnotizado por la danza del viento y la frágil belleza del instante.

Para él, los lobos ni siquiera merecían ser mirados.

—¡Cobarde!— escupió Indrik, con voz cortante y el orgullo en llamas. —No es digno de—

La palabra se le atragantó en la garganta. Sus ojos se abrieron desmesurados. Su cuerpo dio un paso atrás antes de desplomarse pesadamente en el suelo.

Una piedra acababa de rozar su sien. Una simple piedra… pero bañada por el fulgor fulminante de la energía de Aidan. El rayo la había atravesado. Indrik lo entendió en un escalofrío gélido: si hubiera sido el blanco directo, su cabeza habría estallado como una fruta madura.

Un silencio helado cayó. Akasha ni siquiera se atrevió a respirar. El terror le paralizaba los miembros. Sabía que el príncipe no necesitaba una segunda oportunidad para reducirla a polvo.

Entonces bajó la mirada, rogando no atraer la atención.

Sabo saltó de su asiento, listo para lanzarse sobre el príncipe vampiro. Sus colmillos brillaban tras un rictus, su dedo acusador apuntándole como una daga.

Pero Aidan no se inmutó. Ni un pestañeo. Siempre inmóvil, siempre sereno, como si aún saboreara la caricia del viento y el calor del té.

—¿Cuál es tu plan, Aidan?— preguntó al fin el Alfa supremo, su voz menos áspera, pero cargada de un desafío contenido. —¿De verdad crees que puedes tomar el control de esta ciudad quedándote sentado aquí?—

Esta vez no había sarcasmo, ni risa amarga. Tampoco respeto. Sólo una curiosidad cruda, casi brutal. Sabo había entendido que la provocación no le arrancaría ninguna respuesta. El silencio de Aidan, su indiferencia helada, eran muros infranqueables.

Entonces se calmó. Lo suficiente como para intentar comprender. ¿Por qué ahora? ¿Por qué Aidan reclamaba el trono de la sombra de Thenbel después de todos esos años viviendo allí sin jamás interesarse?

Una pregunta obsesiva.

Sylldia y Dieltha también tenían su propia hipótesis. Pero los vampiros eran demasiado imprevisibles, demasiado retorcidos para reducirse a un simple cálculo. ¿Y si no era más que un juego de orgullo? ¿Una forma de atraer la mirada de sus padres, de forzar su atención?

Ese pensamiento flotaba en el aire… hasta que Dieltha vio lo que los demás no podían ver.

Ella, la princesa que había crecido bajo la sombra opresiva de su padre, reconocía ese destello en la mirada de Aidan. No era una búsqueda de poder. No era una revancha contra sus padres.
No.
Era una sed de libertad.

La misma que la consumía a ella.

Y en ese silencio tenso, mientras todos se preguntaban por las verdaderas intenciones del príncipe vampiro, Dieltha hizo un juramento mudo de ayudarlo a obtener lo que él también buscaba más allá de los tronos, más allá de las guerras, más allá de las sombras.

—Aidan, entiendo que quieres hacer de Thenbel un territorio independiente, bajo tu autoridad.— dijo Dieltha, con voz serena pero firme.

El príncipe vampiro alzó por fin los ojos hacia ella.

—Pero Sabo tiene razón. Debemos actuar rápido, si quieres superar la prueba que tus padres te impusieron.—

Sus miradas se cruzaron. Aidan leyó en los ojos de ella una compasión sincera, una inquietud sincera también. Ella no lo juzgaba, no como los demás. Su tono no tenía reproche, sólo el peso de una espera, de un temor… pero también un destello frágil: el de la esperanza. Ella creía en él, incluso sin comprender su calma desconcertante.

—Dinos cómo podemos ayudarte, Aidan.— añadió Sylldia, su voz suave pero llena de seguridad.

El príncipe guardó silencio un instante más, inmóvil. Como si esperara que hasta el aire callara.

—Puedes contar con nosotros. Juntos podemos lograrlo.— continuó Dieltha, esbozando una sonrisa casi tímida, pero sincera, ofrecida como una luz en la sombra.

Esa sonrisa perturbó el alma de Aidan más que todo el tumulto exterior. Respondió con un rictus imperceptible, una curva discreta en la comisura de sus labios —rara, pero cargada de sentido.

—Siempre estaremos a tu lado.— juró Sylldia a su vez, la llama en sus ojos ardiendo de lealtad.




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