El suelo no era más que polvo y ceniza, árido y estéril. Cuanto más avanzaban, más denso se volvía el aire, opresivo, como comprimido por una mano invisible que se reía con horror. El viento mismo se había callado, dejando pasar apenas, de cuando en cuando, una brisa helada semejante a susurros sepulcrales.
Frente a ellos se extendía una barrera de árboles inmensos, retorcidos y resecos. Sus ramas desnudas formaban un entramado tan denso que ningún rayo de luz se atrevía a atravesarlo. Ningún soplo de vida resonaba en aquel bosque. No había pájaros. Ni animales. Ni siquiera el zumbido de un insecto. Nada.
Y sin embargo… a cada paso, se habría jurado oír gritos lejanos, gemidos, risas apagadas que se desvanecían en cuanto uno intentaba escuchar.
Los árboles, inmóviles desde hacía siglos, parecían negarse a derrumbarse, como si el tiempo mismo no se atreviera a posar sus garras allí. Se decía que nadie entraba sin dejar su alma atrás. Y aquellos que lo habían hecho —ya fuera por temeridad o por estupidez— jamás regresaron. La leyenda afirmaba que sus espíritus aún vagaban, prisioneros de aquella oscuridad, condenados a servir como centinelas eternamente atormentados.
Aun así, cinco siluetas se adentraban en las tinieblas. Cinco seres lo bastante locos —o lo bastante desesperados— para aventurarse donde incluso los dioses apartaban la mirada. A cada paso, el aire se volvía más pesado, el frío más punzante, hasta hacer estremecer incluso a los más poderosos entre ellos.
—¿Qué es este lugar? Me pone la piel de gallina…— murmuró Hartmut, rompiendo por fin el silencio.
Tenía la impresión de que sombras los rozaban, furtivas, inasibles, siempre justo al borde de su mirada. Nada atacaba, nada se mostraba, pero todo gritaba que no estaban solos.
Emma alzó los ojos hacia la bóveda de árboles muertos, su rostro impasible en la penumbra.
—El Bosque de los Malditos,— reveló con voz baja.
El nombre mismo hizo caer sobre ellos las tinieblas. Como una mano invisible que buscara apoderarse de sus almas. Cada paso los hundía más en un frío que les mordía hasta los huesos. Como si se acercaran, paso a paso, a la puerta de la muerte.
Cayó un silencio. Espeso. Total. Lo devoró todo, incluso el crujido seco de las ramas muertas bajo sus botas. Nada. El vacío sonoro. Luego—
¡Ahí!
Una masa de sombra se precipitó sobre ellos, riendo con un horror gélido, perturbador. Los atravesó antes de disiparse al instante, como si nunca hubiera existido.
—Manténganse concentrados,— susurró Emma, su voz tan filosa como una espada.
Pero ya sentían la locura filtrarse en sus mentes. Murmullos. Imágenes. Garras invisibles que intentaban desgarrarlos desde dentro. El bosque lo sabía. Los había percibido. Y se defendía. Sus ataques no eran físicos, sino algo peor: agresiones contra sus almas.
El aire tenía el olor acre del polvo quemado. La humedad del suelo se pegaba a sus botas. El sabor metálico del miedo se incrustaba en sus lenguas. Sus respiraciones resonaban demasiado fuerte en aquel vacío, ahogadas, oprimidas.
Y aun así… avanzaban. Sin vacilar. Sin detenerse. Porque retroceder sería traicionar. Y el fracaso, allí, no estaba permitido.
No habían olvidado el castigo. Después de su incapacidad para localizar la llave custodiada por los cazadores, la furia del Gran Demonio se había abatido sobre las brujas. Una corrección implacable. Su vínculo con las tinieblas había sido roto, rehecho, reforjado en el dolor. Más poder. Más servidumbre.
Y esta vez, las brujas habían tenido éxito. Una nueva llave. No la de los cazadores. Otra. Oculta en el corazón de aquel bosque maldito.
Cinco fueron enviadas. Hartmut. Emma. Korvald. Drillos. Varek.
Uno solo de ellos bastaría para reducir una ciudad a cenizas. Cinco juntos… su presencia bastaba para revelar la gravedad de la misión.
El fracaso no era una opción.
Emma lo sentía. Esa energía ardiente, saturada de magia, palpitaba en las entrañas del bosque. No estaban lejos. Cada paso se volvía más pesado, como si avanzaran bajo toneladas de agua, prisioneros de una cuenca invisible. El aire se hacía más espeso. Cada respiración tiraba de sus gargantas, como si el mundo entero buscara asfixiarlos.
Avanzaban sin decir palabra. Incluso Hartmut había dejado de burlarse. Concentrado. Serio. El más mínimo paso en falso podía hacerlos caer en la demencia, condenarlos a una perdición eterna. Y cuanto más se acercaban a la llave, más se intensificaban los ataques espirituales del bosque.
Los gritos. Desgarradores. Inhumanos. Las risas que retumbaban, afiladas, rodando como ecos de horror entre los troncos muertos. Murmullos sepulcrales fluían a su alrededor, como si la tierra misma respirara su pena. Y una voz —no una voz, sino una sentencia— grave, implacable. Como el juez de un infierno olvidado. Despertaba en cada mente sus pecados, sus remordimientos más vergonzosos, sus dolores más antiguos.
Pero resistían. Eran los hijos de las tinieblas. Las sombras no les inspiraban ni temor ni debilidad. Las ilusiones del bosque, al contrario, parecían alimentar sus lazos oscuros, atraer aún más su esencia hacia los abismos.
Entonces—
Una ola de espectros surgió.
Se detuvieron en seco. Esta vez, la niebla negra no era un simple soplo inmaterial. Los golpeó. Una mordida helada y ardiente a la vez se incrustó en su carne invisible. Sintieron el acero del frío morder sus almas. Los espectros estaban vivos. Y sus ataques eran reales.
El bosque acababa de cambiar las reglas. Había dejado de susurrar. Ahora atacaba.
Otra ola de espectros cayó sobre ellos.
Reaccionaron de inmediato. Espadas, garras, conjuros —cada ataque disolvía las masas de niebla en un solo aliento. Pero regresaban. Una y otra vez. Cada vez más numerosos.
Un grito resonó. Un silbido inhumano, estridente, lacerando el aire como una cuchilla. La tierra tembló. El suelo se abrió con un rugido sordo, y cadáveres emergieron de las entrañas negras del bosque. Muertos vivientes. Gólems de piedra y tierra. Y los árboles muertos mismos, con sus troncos retorcidos, se arrancaron de raíz y formaron un círculo en movimiento.
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Editado: 11.10.2025