Libertad

Capítulo 1. Miedo a la libertad

Un sucio callejón en medio de dos edificios abandonados era el lugar de reposo de ocho mendigos durmientes, tirados en el suelo bajo el cielo estrellado, acurrucados entre periódicos para darse calor ante la noche fría. Vestían harapos bastante sucios. Sus cabellos eran largos y de aspecto grasiento. Los acompañaba un enjambre de moscas revoloteando sobre ellos, atraído por su olor a excremento humano. Uno de los indigentes, que era bastante joven, tal vez de veinte años de edad, pernoctaba abrazado a una botella de licor. Cuando una mosca se posó en su nariz, despertó y reveló unos ojos negros enmarcados por ojeras, cejas muy caídas y unos párpados entrecerrados. Se quedó mirando el muro resquebrajado de uno de los edificios, sobre cuya superficie un texto escrito con pintura en aerosol rezaba: “Viva el Socialismo, viva el presidente Arlex Borjas”. Una lágrima derrapó desde su ojo derecho cuesta abajo por su fría mejilla, y sintió como le calentaba la piel por donde pasaba. Aquel fluir de llanto tuvo como origen el vívido recuerdo sobrevenido de sus noches de infancia siendo arropado por su madre en una cama tibia. Tan solo la noche anterior, mientras esculcaba en la calle los botes de basura de una casa, se había acercado a una de las ventanas de vidrio, tapada desde dentro por una cortina, al escuchar los gritos de un niño quejumbroso ante su madre porque el colchón de su cama era muy viejo y blando. El mendigo se había contenido para no gritarle al chico lo afortunado de su modo de vivir. A pesar de su borrachera, que distorsionaba sus ideas y su visión, su mente fue capaz de reflexionar y su voz interna le susurró algo que liberó otra lágrima cálida: “lo poco de unos puede ser lo mucho de otros”.

El ruido de un camión acercándose hizo despertar al resto de los pordioseros. Por su parte, el más joven continuaba inmutable con su vista anclada en el muro con el escrito. El vehículo negro se estacionó en la entrada del callejón y de él bajó Víctor, un cuarentón alto y fornido, de cejas muy pobladas, acompañado de otro hombre delgado y de aspecto demacrado, que aparentaba unos treinta años de edad. Ambos vestían el uniforme azul marino de la Policía Nacional de Caribea. Las luces delanteras del camión alumbraban a los mendigos y les hacía imposible distinguir a los policías a contraluz, quienes, para el momento, eran solo dos negras siluetas caminando con sigilo en la noche.

Tan pronto los indigentes detectaron en los hombres el uniforme de la policía, la mayoría corrió por instinto, pues siempre eran retirados por las autoridades al hallarlos pernoctando en alguna calle; pero el mendigo que continuaba observando el escrito en el muro no lo hizo.

—Ése servirá —le dijo Víctor al otro policía, señalando al indigente.

—¿Y los otros que se fueron?

—El presidente Borjas pidió un solo conejillo de indias, da igual quien sea; todos son basura.

Ambos hombres tomaron al mendigo por los brazos, éste despertó de su letargo y comenzó a gritar al mismo tiempo que era arrastrado por el suelo. Su botella de licor se cayó de sus manos y se rompió contra la acera. Los otros mendigos lo veían todo a la distancia detrás de unos botes de basura.

 

*******

Alguien abrió el panel de una ventanilla en la puerta de hierro de un calabozo, por la cual entró un exiguo haz de luz eléctrica que iluminó un poco el recinto donde el mendigo había estado encerrado en total oscuridad desde su llegada, hacía un rato ya.

—¡Sáquenme, denme mi botella! —gritaba el hombre visiblemente ebrio, con su voz engolada y mirada desenfocada.

Dos cabezas humanas se asomaron a contraluz por la ventanilla.

—Enciende la luz para que él pueda ver lo que nos interesa —le dijo Arlex a Raymundo, un rechoncho hombre de aspecto malévolo según la opinión de mucha gente. Usaba en ese momento una bata médica. Tenía unos setenta años de edad. Su rostro bastante demacrado y su cabello corto despeinado ayudaban a darle un peor aspecto.

—¡¿Quiénes son ustedes?! ¡Sáquenme, denme mi botella, por favor!

A los pocos segundos la habitación quedó iluminada por un bombillo incandescente. El mendigo se cubrió sus dilatadas pupilas con las manos y pestañeó varias veces cuando los ojos le ardieron. Miró a su alrededor y vio una larga tabla de madera recostada sobre un muro. Tenía forma rectangular casi perfecta, del tamaño aproximado de una puerta promedio con algunos resquicios en sus bordes. El pordiosero observó sobre la tabla algo que le pareció un retrato pintado a escala natural en su superficie. Se trataba de la imagen de un hombre vestido de hábito negro de monje, sentado de medio perfil girado hacia su izquierda, con sus manos posadas sobre sus piernas. Tenía un rostro pálido, con ojos azules de mirada lejana, tan penetrante e inexpresiva, que le daba un halo de misticismo. Llevaba barba y bigote. Su cabello liso y reseco era negro y largo hasta el cuello. Aquella cara le resultaba muy conocida. En algún momento de su feliz infancia, tal vez, tuvo la oportunidad de verla en algún libro o se habría topado con ella en Internet, en la época en que tuvo una computadora y una casa; pero ahora su mente, hasta el tope de alcohol, ya no daba para forzar su memoria. Entonces, encerrado en esa habitación sofocante, contemplaba, sin recordarlo, a Rasputín, aquel famoso monje ruso con una gran influencia política en los últimos días de la Dinastía Romanov a principios del siglo XX. Muchos de quienes lo conocieron rumorearon de sus pretensiones por darse una apariencia de Jesucristo y de su fama como sanador con dones milagrosos. Por tal razón, en 1905, fue llamado al palacio de los zares de Rusia para detener una hemorragia del príncipe Alexis quien padecía de hemofilia. El niño mejoró y la familia Romanov cayó bajo la influencia del monje.




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