Las afueras de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Central de Caribea eran un hervidero de actividad. Unos doscientos estudiantes se mantenían pintando algunos mensajes de protestas contra Arlex sobre pancartas de cartón. En muchas de ellas se leía: “Liberen a los estudiantes desaparecidos”, “Borjas, libera a mi hermano, sabemos que tú lo tienes”.
En el cafetín de la escuela, los estudiantes que intentaban liderar aquella nueva marcha buscaban ponerse de acuerdo sobre la estrategia a seguir. Algunos como Julián, radical en su postura, proponían marchar hasta el Palacio de Gobierno, sitiar el edificio levantando barricadas a su alrededor, pedir la renuncia de Arlex e intentar derrocarlo. Otros como Alonso, más moderados, planteaban marchar solo hasta la fiscalía general, como organismo garante de los derechos humanos, y entregar una carta al nuevo fiscal general, donde exigían investigar el paradero de los estudiantes desaparecidos.
—Es una ridiculez —dijo Julián—. El nuevo fiscal también es un adepto de Borjas, esa carta la meterá en la cortadora de papel de su oficina antes de leerla. No podemos ir a perder el tiempo en la fiscalía, mientras nuestros compañeros estudiantes están secuestrados por este gobierno, solo Dios sabe bajo qué condiciones.
—¿Y qué pretendes? ¿Qué seamos carne de cañón? ¡Me niego a eso! —sentenció Alonso poniéndose un lápiz sobre su oreja—. Son los dirigentes de los partidos políticos quienes deberían estar marchando al Palacio de Gobierno, no únicamente nosotros. Ninguno de ellos estuvo presente en la última manifestación. Ellos son los po-lí-ti-cos, los que deben dar la vida en el campo po-lí-ti-co de la calle y no lo hacen. Ellos no tienen derecho a tener miedo, se supone que son líderes, el riesgo es su trabajo. No ofrendaré mi vida en ayudar a liberar a Caribea, para que los cobardes de partidos como Nueva Esperanza asciendan al poder luego de mi muerte, y den la espalda a los estudiantes cuando ya no les sean útiles. Todos los políticos son iguales. Alguien debería dejar caer un avión sobre la sede de ese partido, con todos los políticos dentro.
—Como hace falta Roberto, él sabría qué hacer. No somos capaces de ponernos de acuerdo en esto —comentó Joaquín otro de los estudiantes—. Sin él a la cabeza, no creo que sea prudente salir a marchar.
Otros compañeros estuvieron de acuerdo con él; sin embargo, Julián lo objetó.
—Roberto siempre nos subestima, siempre quiere hacerlo todo. Sé que no lo hace por mal, pero es el momento de hacer algo por nosotros mismos.
—Vamos a calmarnos por favor —dijo Nancy—. Todos y nadie tienen la razón. Yendo a la fiscalía solo perderíamos el tiempo, pero yendo al Palacio de Gobierno perderíamos la vida, no olvidemos la emboscada de la última vez por parte de la policía. Los resultados fueron secuestros y el asesinato de un hombre. Propongo ir a la sede de la Sociedad de Naciones Democráticas aquí en la capital y entregar un documento al embajador.
—Pero no avisamos a nadie en la Sociedad de Naciones Democráticas que iríamos, esto sería improvisado. ¿Crees que nos atenderán? —preguntó Julián.
—Si no nos recibe el embajador, le daremos la carta a la secretaria, al conserje, a la señora que limpia los baños, a quién esté allí en el momento —respondió Kristel muy firme—. Llamaremos a Focovisión para que esté ahí, lo grabará todo. Será nuestra constancia que entregamos una carta solicitando su ayuda.
—Decidido entonces, nos vamos a la sede de la Sociedad de Naciones Democráticas —dijo Julián.
—Tenemos que hacer el mayor ruido posible, los organismos internacionales, el mundo debe escucharnos, alguien tiene que ayudarnos —añadió Alonso.
Todos aplaudieron y gritaron eufóricos en apoyo a la propuesta de Nancy. Salieron del cafetín con los ánimos fortalecidos y se reunieron con los otros estudiantes en las afueras de la escuela. La marcha comenzó casi a las diez de la mañana, con más de mil personas entre estudiantes y otros miembros de la sociedad civil.
La marcha, en su recorrido a la Sociedad de Naciones Democráticas, debía transitar la Avenida de Los Ilustres, la principal arteria vial de la ciudad capital. Precisamente, cuatro hombres se hallaban ocultos en posición de cuclillas detrás de algunos matorrales ubicados a los extremos de un trayecto de dicha avenida. Uno de ellos era Víctor y el otro Adrián. Las hojas y ramas escondían sus presencias, mientras se vestían con franelas estampadas con el emblema del Partido Nueva Esperanza. Sobre las franelas se colocaron unas camisas a medio abotonar, de manera que el logotipo del partido opositor fuera visible en dichas vestimentas, pero no tanto, solo lo suficiente para dar la falsa impresión de que su visibilidad era por un descuido, y no intencional como en realidad se trataba. Bajo las camisetas se escondieron unas pistolas 9 mm, ajustadas dentro de la parte trasera de sus pantalones de mezclilla. Se colocaron gorras con las viseras bastante bajadas y anteojos negros. Ambos atuendos tapaban sus rasgos faciales. Luego siguieron aguardando la marcha, como fieras esperando con paciencia por su presa.