Libertad

Capítulo 8. Engendrando la muerte

Momentos después que Arlex sentenciara la muerte de su esposa con medalla en mano, María Laura se hallaba dentro del confesionario de la capilla de la Conferencia Episcopal, siendo atendida por el mismo cardenal Humberto Vázquez. Monseñor abrió la ventanilla y la miró. De inmediato supo que algún problema la acongojaba cuando vio su semblante de angustia, y se sintió como un padre que debía proteger a su hija.

—Ave maría purísima —dijo el cardenal.

—Sin pecado original concebido —respondió con sus manos en plegaria.

—Gusto en verte aquí, hija. Desde que Arlex desvió su camino no venías… ¿Cómo te fue en Rusia?

—Monseñor, iré al grano de una vez, carezco de tiempo. Estoy desesperada. Perdón que lo interrumpa —expresó con angustia.

—Adelante, hija, te escucharé atento —la animó el cardenal sin descontrolarse.

—Por años sufrí maltratos de Arlex, por mi hijo soporté, pero ya creció y elige estar con su padre. Arlex me quitó algo muy amado. —María Laura tomó aire, tratando de inhalar fuerza y valor para dar una grave revelación—. Daniel era mi amante. Pero de verdad nos amábamos. Él quiso salvarme de Arlex. Huiríamos del país y ahora me voy sola. —Ahora hablaba con la voz quebrada y acelerada, mientras nacía un gesto de asombro en el cardenal—. Ya no creo en el modelo social que Arlex quiere instaurar, alguna vez creí. Pronto me voy del país para salvar algo preciado que aún me queda.

La mujer puso su mano sobre su vientre y lo acarició, mientras se le dibujaba una mirada de ternura mezclada con melancolía.

—Todos somos pecadores, hija; pero, Dios siempre está dispuesto a perdonarnos —le respondió el cardenal tratando se insuflar palabras de aliento, al notar que su ánimo se quebraba, pero fue interrumpido por la premura que ella le imprimía a su confesión.

—Arlex encontró la manera de controlar la mente de la gente. Usando… —Su smartphone comenzó a sonar y ella detuvo su revelación.

—Disculpe un momento padre, mi smartphone

—Claro, hija, descuida.

El cardenal aprovechó el momento para hacer un rápido ruego a Dios, pidiendo sabiduría para poder ayudar a María Laura ante la dura realidad que le había mostrado. A la vez se preguntó qué quiso decir la primera dama cuando dijo que Arlex halló la forma de controlar la mente de las personas. Esperaba que ella se lo aclarara cuando terminara de usar su smartphone.

María Laura revisó su teléfono móvil. La había llegado un mensaje multimedia de un número desconocido. Lo abrió y resultó ser un video de los ojos de la imagen Rasputín, enfocados en primer plano. Los cantos gregorianos en ruso penetraron a la mente de María Laura como una estaca de hielo, provocándole un terrible dolor. El cuerpo de la mujer quedó inmóvil por un momento. Sus ojos sin pestañear miraban fijos a los ojos de Rasputín, mientras ella emitía un gemido lastimero. El video tenía además el audio de la voz de Raymundo.

—Tu alma es ahora de Rasputín —dijo la voz del psiquiatra.

—¿Qué sucede, hija? ¿Dijiste algo? —preguntó el cardenal, acercando su cara a la ventanita del confesionario cuando la pareció escuchar una voz que no era la de María Laura.

—Debo irme, padre —respondió adolorida, llevándose sus manos a la frente.

María Laura corrió fuera del confesionario, asustada y llorosa. El cardenal corrió tras ella hasta la puerta de la capilla, pero no logró darle alcance.

—¡María Laura, espera hija!

 

Momentos más tarde, el carro de María Laura avanzaba a lo largo de la avenida de Los Ilustres, en una hora de tránsito fluido. José, su chofer, conducía respetando al pie de la letra las luces de los semáforos y demás señales de tránsito. La primera dama iba en el asiento trasero, con sus manos ocupadas masajeando sus sienes en las que podía notar un fuerte palpitar. Sus ojos estaban enrojecidos, llorosos y le ardían como brasas al rojo vivo. Un intenso frío cubrió todo su cuerpo y penetró hasta sus tuétanos, a tal grado que la hizo tiritar y frotar sus manos de manera desesperada, buscando algo de calor.

—José, ¿puede bajarle al aire acondicionado por favor? Tengo mucho frío —suplicó con su temblorosa voz.

—Señora, el aire está apagado. No siento frío. ¿Se siente bien?




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