Libo

Capítulo 1

Libo odiaba las tormentas.

Tras una noche despiadada, lo despertó el silencio. Se incorporó y miró hacia su ventana, un bloque de hielo tallado en la pared. Tan espeso que deformaba la vista, pero eso no importaba. Lo importante era lo que no se oía. Pegó la frente al hielo y una sonrisa se le fue formando al ver que, afuera, todo al fin se había detenido.

Libertad.

Arremetió directo contra el pantalón, las botas le dieron pelea. Forcejeaba con ellas cuando Bob abrió la puerta.

—Tranquilo —dijo apoyándose en el marco—, aún no lo han anunciado.

A Libo se le escapó una risita, como si llevara días esperando ese momento.

—Pensé que moriría encerrado.

—Solo fueron dos días. Para ser invierno, fue bastante breve.

—¿Breve? ¿A eso le llamas breve? —el muchacho hizo una pausa quejoso—. ¡Mírame, hasta empecé a hablar como un anciano!

Bob lo miró con esa paciencia que los padres adquieren con los años.

—Arriba anciano. Levántate y mira qué hay en la cocina.

El joven alzó la nariz.

Un aroma dulce flotaba en el aire y no esperó más.

Se ató las agujetas al paso, resbaló al girar por el pasillo y sacudió el pie para soltar una escama brillante que se había adherido a la suela. Siguió avanzando, atraído por el calor del horno encastrado.

—¡No puede ser! Acabo de soñar que comía kuchen.

Stella dejó escapar un suspiro.

—Solo tú sueñas con comida, hijo.

Se inclinó sin vergüenza a la bandeja y, a simple vista, contó al menos una veintena de pescados rostizados.

—La cantidad de pescado que hay aquí es directamente proporcional al hambre que traigo.

—Tu padre pasó toda la mañana en el agujero de pesca —dijo ella, secándose las manos con un trapo gastado.

Entonces, Libo tuvo que cumplir con su única tarea para el almuerzo, aportar su copito de nieve. Tomó la vasija junto al horno, donde flotaba un pez celeste de ojos opacos y ese ceño natural de quien siempre parece estar de mal humor. Con una mueca de asco por la textura pegajosa, dudó un momento antes de presionar con dos dedos el vientre del pez. A regañadientes, siguió apretando hasta que el pez se arqueó como si despertara y lanzó un chorro de agua cristalina que llenó la jarra con un gorgoteo hueco.

Un rato después, el almuerzo ya era un campo de batalla.
Espinas volando, bocados que llegaban sin respiro. El kuchen, a medio devorar, se mezclaba en la boca de Libo junto al pescado.

—¡No te lo comas todo! —rugió su padre, con las mejillas infladas.

—Ya tengo dieciocho, Bob.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Cada zarpazo sobre el mantel era una batalla primitiva. Stella intentaba conservar la dignidad, pero una vena le latía en la sien y el cuchillo brillaba tentador bajo la luz.

—¡La comida no se les va a escapar, cavernícolas! —estalló, con esa impaciencia que las madres adquieren con los años.

Bob tomó un trozo de pescado con los dedos, y le apuntó a su mujer.

—A los que sí se les escapa todo... es a la capital —dijo, soltando un soplido como quien intenta hacer espacio en el estómago—. Ya no da abasto. Llega gente de todas partes, como si esperaran que les tiendan una mano del cielo. Y con eso del Patriarca, ni te cuento.

—¡Eso no tiene nada que ver con que pueda comer en paz! —le recriminó.

—¿El Patriarca? —preguntó rápidamente Libo.

—Bah, son cuentos, hijo. Dicen que anda eligiendo a su sucesor... como si no hubiera cosas más urgentes de las que preocuparse.

Y justo entonces, llegó el anuncio.

Un chirrido metálico.

La aventisca ha concluido. Ya es seguro salir.

Tragó con fuerza, golpeó su pecho y tosió. Se levantó como si esas palabras hubieran sido para él.
Stella le lanzó el gorro desde la silla.

—Ve con cuidado. Puede que haya conejos salvajes.

—Para eso están los protectores de la capital —respondió, ajustándose el gorro.

Corrió el seguro y empujó la puerta. Al principio ofreció resistencia, pero pronto cedió, y la luz lo abrazó como una bienvenida.
Esferas minúsculas de nieve estática flotaban en el aire, suspendidas como fulgoras congeladas. Siempre aparecían tras la tormenta, y como si fuera la primera vez, se detuvo a mirarlas. Respiró hondo, como si hubiera contenido el aliento durante toda la aventisca... y exhaló al fin, sin apuro.

El pueblo ya se movía. Algunos reparaban techos. Otros preparaban las cañas. Todos volvían a lo de siempre.

Él, en cambio, buscaba con la mirada... esperando verla.

Entonces, una bola de nieve explotó en su cara.

—Me la dejaste servida —rió una voz conocida.

Theo se acercaba con su sonrisa torcida, esa que parecía pegada desde que había llegado a Bacorda.

Escupió el agua helada como si fuera veneno, y lo fulminó con la mirada.

—Ah, con razón olía a pescado descompuesto.

El otro se señaló el pecho, fingiendo escándalo.

—¿Yo? Pero si me bañe hace solo dos semanas —Y le guiñó un ojo dando un paso atrás—. Igual sigues siendo más lento que una rocosa.

La tortuga gigante cruzó entre ambos, golpeando el pie de Libo con su caparazón pedregoso. Él se quitó de en medio mientras la criatura seguía, succionando la nieve a su ritmo.
Amagó a acariciarla, pero cerró la mano en un puñado de nieve y lo lanzó.

Theo apenas inclinó el cuello. La bola pasó de largo, sin borrar su sonrisa.

—Como una rocosa —repitió, saboreando la victoria.

—¡Eso no vale! Te aprovechas de tus reflejos de adaptado.

—Típica excusa de inertes —dijo, y se encogió apenas, como si el comentario hubiera salido más fuerte de lo que pretendía—. De cualquier modo, tengo novedades...

—¡Al fin dices algo que vale la pena! —exclamó Libo, frotándose las manos con entusiasmo—. Si hay chisme, mis orejas están abiertas.

—Dicen que el conejo azul ya empezó a armar su lista de posibles herederos.

Libo dejó de frotarse las manos, como si le hubieran apagado el entusiasmo de golpe.




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