—“Solo serás una carga” —repitió con voz burlesca, inflando las mejillas—. Sí, claro... se cree la gran cosa.
La rocosa avanzaba lenta pero constante, hundiendo sus patas gruesas en la nieve apelmazada. Libo iba sentado sobre el caparazón.
—Una carga... —bufó de nuevo y escupió a un lado.
—¡Oye, niño! ¡Fíjate a dónde apuntas!
—¡Fíjate tú dónde pescas, Bryngarok!
El anciano lo miró con los brazos abiertos, como si no entendiera en qué momento había perdido la autoridad en este mundo.
El chico siguió murmurando entre dientes mientras la criatura avanzaba. Cada tanto pateaba la nieve con la punta de las botas, sin dirección, mascullando frases que ya ni él entendía.
Hasta que la rocosa se detuvo.
—¿Y ahora tú qué...? —murmuró, balanceándose hacia delante.
La criatura solo se quedó quieta, con la cabeza alzada.
—Vamos rocosa…Ya casi llegamos a la estatua de Monique.
Pero sus palabras se disiparon en el aire, como si no tuvieran dónde apoyarse. Algo había cambiado. Era sutil, pero innegable. De esas cosas que solo notas cuando conoces un lugar de memoria.
Aplastó los pies en el suelo y una vibración le subió por los talones, como si el suelo, oculto bajo toda esa nieve apretada, se estuviera moviendo apenas.
Tragó saliva.
—¿Qué es esto?
La rocosa gruñó por lo bajo y, tras unos segundos, volvió a avanzar con lentitud, como si hubiera decidido que eso no era su asunto.
Se bajó de inmediato, pero ya no sentía nada. Miró el suelo con el ceño fruncido, inclinando la cabeza como si intentara percibir la vibración de nuevo.
Pateó un poco, sin resultado.
—Ya te volviste loco —gritó una voz.
Libo alzó la mirada... y la vio.
Caminaba ligera, cruzando de una esquina a otra. Descalza, con la nieve abrazándole los tobillos como si no la sintiera. Su cabello rojo caía suelto, y llevaba un top negro con una sudadera colgando de la cintura, como si se burlara del frío.
Volteó, le hizo el clásico giro de dedo en la sien y siguió su camino hacia la taberna.
Él se quedó quieto, observándola. Por un instante, la vibración, su enojo, todo pareció disolverse.
Sonrió un poco.
Ella era la causa de muchos de sus problemas, pero también la única forma que tenía de empezar a resolverlos.
Y el mundo… comenzó a sonar distinto.
Un portazo retumbó cerca, anzuelos silbaron al lanzarse. Y Don Greges apareció, como siempre que ella abría, con su camisa floral y una jarra en alto, como si fuera el gran pez helado de Bacorda.
Su voz retumbó por la cuadra:
—¡Prueben la nueva cerveza! ¡Extra de malta, intensa y a solo 2 helas!
Un par de vecinos se acercaron atraídos. Libo se ajustó el gorro antes de dar ese paso.
Dentro, la madera rechinaba en cada rincón. El calor de las antorchas lo obligó a quitarse el gorro, y su cabello negro se disparó como si también buscara soltarse. Las mesas estaban ocupadas por los de siempre. Sacudían la escarcha de los hombros y se quitaban los guantes con dedos torpes.
Don Greges dominaba la entrada. Mostacho colorado, panza apoyada justo donde solía estar la carta del día.
—¡Mira quién llegó! —exclamó al verlo—. ¿Te sedujo la nueva receta?
Su expresión cambió al instante, como si una sombra le cruzara el rostro.
—¿O vienes a ver a mi hija?
Libo dudó un segundo.
—Sí... vine a ver a Mina —dijo, echando una mirada rápida a su alrededor.
Don Greges sonrió y golpeó la mesa.
—Me caes bien, muchacho.
—Y usted a mí, señor Greges.
—Así me gusta. Entonces te sirvo la nueva cerveza, ¿no? Extra de malta, especial para borrar el frío de los huesos.
—Solo algo caliente.
—Perfecto. Una pinta roja para el chico.
Antes de que pudiera protestar, una voz lo rescató.
—Yo me encargo, papá —dijo Mina, mientras dejaba una jarra en otra mesa.
El chico se incorporó levemente, con alivio que no intentó ocultar.
El tabernero resopló y le alzó el brazo como espantando conejos.
Cruzó esquivando abrigos colgados, hasta acomodarse junto a una antorcha encendida. El calor le aflojó los hombros.
Mientras esperaba, observó cómo un anciano lanzaba helas con el pulgar, intentando encestarlas en su jarra rebosante, entre risas apagadas.
Poco después, Mina se acercó con un hervidor humeante en las manos y las mejillas rosadas, quizá por el calor o por la prisa. Un mechón rojizo le cruzaba el rostro, rebelde, sin intención de moverse.
—Té de menta —dijo, sin levantar la mirada—. Pero no se lo digas a papá; cree que espanta a los clientes.
Se sentó frente a él y lo miró con atención.
—Entonces... ¿Otra vez no te dejaron ir?
Libo carraspeó. Dio un sorbo, largo. Apoyó la taza con un leve golpe.
—Ya me da lo mismo. Aquí solo se come, se duerme y se caga. Así es Bacorda.
Ella lo miró con esa mezcla de burla y afecto que usaba cada vez que él se ponía trágico.
—¿Quieres que traiga los pañuelos?
Él rodó los ojos, pero la sonrisa ya se le escapaba.
—¡Nunca me tomas en serio!
—¿Cómo voy a hacerlo si aún te escondes cada vez que aparece Teresa?
Libo soltó aire por la nariz. Ella sabía cómo pincharlo.
—O aquel día con el conejo salvaje... Cada vez que te tiraba decías: "Ahora sí lo tengo", y al segundo ya estabas otra vez comiendo nieve.
—Ya cállate —refunfuñó, conteniendo la risa.
Mina sonrió, satisfecha, y se recostó en la silla. El vapor del té subía, despacio, como flotando en ese silencio calmo.
Entonces Greges apareció por detrás, agachándose para espiar la taza.
—¡Lo sabía! Un sobrio en mi taberna —proclamó.
Los ancianos respondieron con una lluvia de abucheos.
Libo se enderezó, con una sonrisa irónica
—Alguien tiene que sostenerlos cuando ya no puedan.
Las burlas se volvieron risas, de esas que calientan más que una pinta.