La frontera de Bacorda se alzaba entre dos montañas que formaban un pasillo natural. Era el único acceso legal al pueblo, resguardado por cordilleras que lo protegían de amenazas externas. Una cabina ancha se asentaba al borde. Dentro, el pez rojizo en su pecera emitía un resplandor cálido. Fredo acercó las manos al vidrio mientras estornudaba por tercera vez en el día. Se sonó la nariz con fastidio.
—Definitivamente no fue el mejor destino para un mimetizador —rezongó, con la voz tomada.
A su lado, Teresa, una anciana pequeña y encorvada, se quitó la chaqueta negra de los protectores, dejando ver su viejo saco de lana rosa. Y siguió tejiendo una bufanda verde musgo con la destreza de siempre; el hilo pasaba ágil entre sus dedos, como si sus manos recordaran el camino por sí solas.
—¿Esa es para mí, vieja? —preguntó Fredo.
—Si me sigues diciendo vieja, ni bufanda ni maquillaje, ¿entendido? —La aguja brilló un instante antes de apuntar al cuello de Fredo—. Es para el alcalde.
El muchacho rápidamente alzó las manos.
—Relájese... señorita. Queda preciosa con mi maquillaje. Debería cobrarle por el trabajo —dijo con una sonrisa antes de alzar la voz—. Ya le hiciste a Pedro, a Theo... ¡Incluso al dormilón de Beiran!
—El alcalde fue el único que se atrevió a darle trabajo a una vieja como yo. Alguien debe mostrar agradecimiento.
Teresa sonrió. Sus labios pintados de carmesí relucieron con la luz del pez.
—Incluso tú te llamas así.
Levantó la aguja de nuevo, pero esta vez desvió el rostro del hombre dominado por el pánico y el resfriado. Alzó la vista por encima de sus anteojos. Sus ojos agudos, escrutaron las sombras entre los árboles. Más allá del perímetro, donde no quedaba nieve, solo tierra húmeda y hojas dispersas por el viento.
—¿Qué ves? —preguntó Fredo.
Una nueva ráfaga de aire se coló por la rendija y estornudó, otra vez. La anciana se quitó los anteojos para afinar la vista.
—Un grupo. Podrían ser viajeros... pero será mejor que te escondas.
Fredo no necesitó más. Se quitó la ropa con rapidez y salió por la puerta trasera rumbo a las rocas. El frío lo golpeó como una bofetada, pero empezaba a acostumbrarse. Un poco. Su piel palpitó contra la piedra, y su silueta desapareció, camuflada en la textura del entorno.
Teresa dejó la bufanda a medio tejer, ocultó una aguja en su manga y se incorporó con pasos suaves. Abrió la puerta y saludó con voz melosa:
—Buenos días, viajeros. ¿En qué puedo ayudarles? —pronunció con lentitud.
El silencio lo rompió el crujido de la nieve bajo las botas del que lideraba. Teresa sintió un leve zumbido en el bolsillo, pero lo ignoró. El hombre se acercó y al verla de cerca, frunció el ceño, como si algo en ella lo incomodara. Tal vez la exagerada sombra turquesa en sus párpados arrugados que resaltaba con su base tan blanca como la nieve. Se recompuso de inmediato.
—Venimos por provisiones, vieja. Partiremos al anochecer.
Apretó con fuerza la aguja oculta. Por un instante, sus dedos dudaron, pero se contuvo.
Fredo, aún mimetizado entre las rocas, tuvo que reprimir la risa.
La anciana asintió. Desde la entrada, evaluó al grupo: seis personas. Rostros curtidos, pieles pesadas, cicatrices visibles. Todos tenían algo en común: olían a sangre.
Ella lo supo. Fredo también.
Nómadas.
Sin embargo, cuando su mirada se posó en el último de la fila, algo se quebró en su interior.
Era un hombre. Treinta, tal vez algo más, aunque su rostro no lo decía. Tenía los rasgos limpios, demasiado perfectos, como si el tiempo no se atreviera a tocarlo.
Caminaba sin apuro, con una leve sonrisa que no parecía dirigida a nadie.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Esa sonrisa no parecía... humana.
No había emoción en ella. Irradiaba una calma tan ajena, tan perfecta, que parecía desconectada del cuerpo.
No sabía por qué, pero al verlo se sintió pequeña. Como una niña otra vez, ante algo que no podía abarcar con los ojos. Algo que su mente no terminaba de comprender, como si su sola presencia desbordara los límites de lo real.
Aún así, preservó su papel de anciana inofensiva.
—Por supuesto... pasen. Sean bienvenidos a Bacorda —dijo con un ademán—. Es un pueblo frío, pero cálido por su gente.
Nadie respondió. Entraron de todos modos.
Uno a uno cruzaron, bajo la mirada de los protectores de la capital.
Teresa seguía de reojo los movimientos del último, atenta pero intentando no demostrarlo. Al pasar, él desvió levemente la cabeza y clavó la mirada en dirección a la roca donde Fredo seguía oculto.
No pronunció palabra. Solo sonrió un poco más.
Y siguió caminando.
Una vez que desaparecieron, Teresa retrocedió con cautela. Cerró la puerta y sacó el pequeño dispositivo del bolsillo. El ulular. Su pulso se aceleró. Pedro debía saberlo ya.
Mientras el frío persistía en la frontera y un grupo silencioso atravesaba el paso, en Bacorda algo se gestaba. Un tambor que sacudía el hielo desde sus profundidades.
Aún vibraba en sus huesos cuando empujó la puerta.
El pueblo estaba congelado.
Un pez resbaló de unas manos. Una caña se inclinó y cayó.
Todo se detuvo.
Y cada mirada se desviaba hacia el mismo lugar.
La plaza. El centro de la ciudad, donde el hielo parecía respirar.
Allí la nieve estática se había replegado y una columna de polvo blanco crecía hacia el cielo.
Mina se acercó y se detuvo junto a él.
—¿Qué crees que está pasando? —preguntó Libo con voz vacilante.
Ella se puso la sudadera que llevaba atada, como si eso bastara para protegerla de lo que venía.
Un recuerdo se filtró en la mente del chico. Sobre Pedro, y aquel comentario de los sensores.
No alcanzó a preguntarse dónde estaban, cuando otro golpe sacudió el suelo.
Voces comenzaron a gritar, diseminadas. Desde la taberna, entre sillas arrastradas y vasos que tintineaban, alguien murmuró que la receta de Greges le había pegado más fuerte de lo que pensaba.