Libo

Capítulo 4

El pulso cobró entidad. Era gigantesco, desorientado… Vivo.

—¡Atrás! —soltó una mujer, arrancando a su hijo del lugar—. ¡Es un engendro!

Una estampida desordenada estalló entre gritos y portazos. Los demás, cautelosos, se mantuvieron a distancia, formando un semicírculo irregular, cual barrera humana.

Las miradas se deslizaban con nerviosismo, evitando quedarse demasiado tiempo sobre la figura colosal que emergía del hielo.

Doña Brisia, la anciana de rizos blancos que había increpado a Pedro, juntó las manos y comenzó a orar en voz baja.

Un hombre levantó el bastón, como si por un segundo creyera que podía usarlo para algo más que caminar.

Otro, con una caña al hombro y la mandíbula apretada, avanzó un paso. No dijo nada, pero se plantó desafiante, como si el destino de Bacorda dependiera de él.

—Cuando un gigante pisa un pueblo, le sigue la peste, el hambre o la muerte… Eso escuche —dijo alguien, con un dejo de resignación.

—Pero no ha pisado nada… —respondió otro, con voz temblorosa—. Seguimos a salvo… ¿No?

Nadie entendía bien qué estaban viendo. Pero en Bacorda, entender nunca fue necesario.

El frío era frío. El pescado, pescado. Y lo extraño… se quedaba del otro lado de la frontera.

Pero eso…

Eso era algo más.

Y él lo sabía.

El tiempo pareció detenerse.

Como si todo el mundo se redujera a una única imagen: Un par de botas avanzando sobre la nieve.

Un brazo se alzó.

Un dedo extendido.

—¿¡Y estas orejas!? —exclamó Libo, tocándolas con delicadeza—. Se sienten como la masa que prepara mi madre…

Eran redondas, enormes, absurdamente suaves. La cabeza del ser recordaba a la de un niño inflado, con mejillas regordetas y ojos tan grandes que uno podría imaginar que le veía hasta el alma.

Parpadeó. Una vez. Dos.

—Lo siento... No puedo hacerlas más pequeñas.

—Con esas antenas seguro escuchas hasta los chismes de la capital.

Se inclinó un poco, estudiando la puntiaguda nariz con una sonrisa, y señaló con el índice.

—¿Eso que tienes ahí… son tus branquias?

Una mano lo sujetó del brazo.

—Libo… —cuchicheó Mina, como si deseara pasar inadvertida—. No creo que sea buena idea que te acerques tanto.

Antes de que pudiera decir algo más, él ya le había pasado un brazo por los hombros.

—Ella es Mina.

Su amiga quedó paralizada. No sabía si debía hablar… o fingir que no acababan de presentarla.

—H-hola, Mina. Encantado —dijo el niño con una voz chillona que se enredaba en cada sílaba.

La chica abrió la boca, atónita.

—En… encantada.

—Y yo soy Libo. ¿Cómo era tu nombre, cabezón?

Desde el fondo, los vecinos contenían la respiración.

—Surtr —respondió él, con un leve rubor en las mejillas.

—Bueno, Surtr… Dentro de poco va a llegar Theo. Creo que él podría ayudarte a salir. Tiene Aether… —le comentó en voz baja.

—¿Como ella? —preguntó el niño, con la mirada clavada en Mina—. Ella brilla. Mucho.

La chica se quedó helada. Dio un paso atrás, sin pensarlo.

—¡Lo siento! No quise… No quise decir nada malo —se apresuró a decir Surtr—. No te enojes.

—No, tranquilo… Está bien —respondió ella, aún desconcertada—. ¿Puedes… ver eso?

Libo ladeó la cabeza, curioso.

—¿Y yo? ¿Qué ves en mí?

Surtr lo observó con atención, como si lo analizara por capas.

—Tú… tú eres como el resto.

El chico soltó una carcajada tan fuera de lugar que sobresaltó a varios, sin que nadie entendiera qué tenía de gracioso.

—¡Sí, ya lo sabía! —rascó su nuca y luego extendió los brazos—. Pero eso no significa que no pueda recibirte como se debe. Bienvenido a Bacorda, Surtr.

El niño alzó las cejas. Su mirada empezó a recorrer a los vecinos, como si buscara a alguien.

—No puedo… Lo siento. Yo… —bajó las pupilas, apenado—. Soy un monstruo. Si me quedo, va a pasar algo malo. Siempre pasa.

Libo se mantuvo en su posición, ladeando la boca en una mueca de confusión.

—¿De qué estás hablando?

—Mis papás decían que yo atraigo problemas. Las cosas se arruinan por mi culpa —dijo bajito—. Y seguro ya viene… él, ellos. Solo corrí. No sé cómo llegué aquí. Todo era blanco, mucho viento, terminé cayendo.

Surtr comenzó a parlotear atropelladamente, como si las palabras se escaparan sin control.

Entonces Libo le apretó la nariz.

—¡Duele! ¿Qué estás haciendo? —balbuceó el niño, con voz ahogada.

—De repente hablas mucho. Relájate. Tener la cabeza un poco más grande no tiene nada de malo.

—¡Pero es verdad! ¡Mírame, soy un monstruo!

Un anciano de apenas un puñado de pelos irrumpió entre la multitud y posó una mano sobre el hombro de Libo.

—Ya lo oíste niño. Tenemos que ocuparnos de esto cuanto antes.

—No te metas, Bryngarok —espetó sin siquiera mirarlo.

El anciano alzó las manos, perplejo. No entendía en qué momento había dejado de tener influencia en ese pueblo.

Doña Brisia se abrió paso con más determinación.

—Anda a buscar a tu padre. Lo necesitamos aquí.

Libo no respondió. Permaneció inmóvil, mientras las voces alrededor empezaban a apilarse unas sobre otras.

—¡Que venga el alcalde!

—¿Y los protectores? ¿Dónde están esos inútiles?

—Siempre desaparecen cuando pasa algo.

Pero para él, todo eso era un ruido lejano. Se giró hacia Surtr y, con una media sonrisa, le tiró suave de la oreja.

—¿Un monstruo? Un monstruo no haría que alguien como yo tenga un mejor día.

El niño lo miró con los ojos muy abiertos, atrapado entre la confusión… y algo más hondo. Por un momento, el pueblo guardó silencio. Surtr curvó apenas los labios. No estaba claro si iba a llorar o a sonreír.

Entonces, Brisia interrumpió con una suavidad inesperada.

—Vamos, hijo. Cuanto antes vayas, antes volverás.

Pero Mina se interpuso.

—Yo me quedo, Libo. Tú ve.




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