Dos años de esfuerzo y una carrera por mi vida
16 / Eftek (Fuego) / 676 – 11 días, 1 mes, 4 años
Buenas, buenas, mis valientes compañeros de aventuras. Esta vez, quiero comenzar contando algo diferente. No una historia, sino una decisión.
Verán… después de aquellas palabras de abu durante el almuerzo y de las historias que nos contó después, algo se encendió dentro de mí. La forma en que hablaba sobre su sueño, sobre cómo ser explorador fue el medio y no el fin, me hizo pensar. Yo también quería eso. No ser fuerte por el simple hecho de serlo. No para pelear, ni por orgullo, ni por fama. Lo que realmente deseaba era entender este mundo. Explorarlo. Conocer sus rincones, su historia, su magia… y quizás, encontrar algún propósito para mí.
Así que, como todo niño influenciado por las grandes historias de su héroe familiar, decidí seguir los pasos de abu.
Y entrené. Vaya que entrené.
Todas las mañanas, antes del amanecer, me escabullía del ala infantil de la mansión y salía al campo trasero. Me escondía entre los árboles cercanos al muro que dividía nuestra propiedad de las tierras volcánicas y comenzaba mi rutina.
100 flexiones (aunque no podía hacer ni tres sin colapsar), 100 abdominales (lamentablemente terminaba vomitando después de hacer solo cinco), 100 sentadillas (mis piernas siempre terminaban temblado como gelatina después de doce de ellas), correr 100 km dando vueltas al estanque (que terminaban en vomitar el desayuno).
Intente también levantar piedras que parecían pesar más que yo y hasta trate de colgarme de las ramas para fortalecer mis brazos… (las ramas ganaron).
Esto lo hice día tras día. Mes tras mes. A escondidas. Porque sabía que, si Iri o cualquier otro hermano me descubrían, me detendrían.
Y así pasaron dos años de duro esfuerzo, de vomitar sangre y bilis por mis sueños. Y los resultados de dos años de entrenamiento terminaron siendo… para nada.
Ni un solo cambio físico notable. No desarrollé músculos como los de abu. Ni siquiera podía romper una rama gruesa con las manos sin que me doliera la muñeca. A lo mucho, había ganado algo de resistencia al correr y velocidad.
Era frustrante. Doloroso. Humillante.
A veces, mientras me recostaba en la hierba jadeando y viendo el cielo, pensaba en rendirme. Pensaba que quizás Iri tenía razón. Que los de nuestra raza simplemente no nacimos para este tipo de cosas y abu era una existencia especial.
¿Qué se supone que debo hacer?
Era la pregunta que me taladraba la cabeza una y otra vez mientras corría por la orilla del arroyo como todas las mañanas.
Mis pies se hundían en el lodo, mis brazos se balanceaban por inercia, y mi respiración se había vuelto tan automática que ni la sentía. Podía correr durante horas, pensando… pensando en nada útil.
—¿Y si en realidad nunca fui hecho para esto? —me dije en voz alta, mientras esquivaba un tronco caído sin pensar siquiera en el salto—. Tal vez soy el protagonista de una historia aburrida. ¿Y si todo lo de reencarnado era solo para ser el raro silencioso del fondo?
¿Y si...?
¡GRRRRRRR!
Perdido en mis pensamientos, fue un rugido me interrumpió e hizo que despertara. Me corrigo, no fue un rugido, no dos... eran varios.
—¿Qué fue eso...? —dije con calma, sin detenerme, aún inmerso en mis ideas—. ¿Un ciervo enojado? ¿Un lobo? ¿Un...?
Fue entonces que escuché otro gruñido, esta vez más cerca… y caliente. Literalmente caliente.
Un soplo ardiente me rozó el cuello.
Giré la cabeza.
Y allí estaban.
Tres perros infernales, del tamaño de jabalíes musculosos, con piel agrietada como lava seca, ojos al rojo vivo y lenguas llameantes colgando como bufandas de fuego.
Por un segundo, me quedé paralizado. No por miedo. Sino porque mi mente aún no procesaba lo que veía.
Fue cuando uno de ellos saltó hacia mí, mordiendo el aire donde estaba mi cara hace menos de un segundo, que mi cerebro por fin encendió la alarma.
—¡PERROS DE FUEGO! —grité, ahora sí, completamente consciente de que iba a morir.
Y entonces, corrí.
Corrí con todo lo que tenía, zigzagueando por entre los árboles, brincando raíces, esquivando rocas, deslizándome por el barro como si hubiera nacido en él.
Y fue en ese instante, entre jadeos y maldiciones, que me di cuenta de algo absurdo:
No me alcanzaban.
A pesar del terror, del calor de sus alientos encendidos, de sus zarpazos que rozaban mis talones… seguía adelante.
Salté por un tronco caído con una agilidad que jamás había intentado. Rodé por una pendiente como si lo hubiera ensayado. Me lancé al río de un solo impulso y nadé como si me persiguiera el mismo infierno.
Que técnicamente era lo que estaba pasando.
—¡Estoy… vivo! —grité entre risas nerviosas mientras me aferraba a una roca en la orilla—. ¡Estoy vivo y soy rápido!
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Editado: 19.08.2025